La Papisa Inocencia III
Después de la carroza de flores, después de la fiesta de los pañuelitos blancos y acaso después del tobogán de cuarenta días que va desde el próximo domingo hasta el 10 de diciembre… el elemental principio pendular de la carcoma… es muy difícil que la perdone.
Ni ellos mismos saben contestar los cien interrogantes básicos del embudo en el que nos ha metido a todos… esta masa crítica de votantes preclaros, dueños todos ellos, respetables ciudadanos, de la verdad revelada.
Pues dará pena verlos parir y excusarse en contorsiones… diciéndonos que no la han votado. Eso sí han de ser: vergonzantes.
En no más de un cuatrimestre, se habrán esfumado los que fueron a votarla. Y dará pena verlos huir de las llamas con su conciencia a cuestas.
Con total desapasionamiento, con absoluta objetividad, pocos saben cómo rayos haría cualquier mandatario para salir indemne de este atolladero de postergaciones, de tierra barrida bajo la alfombra, de estadísticas falseadas, de precios distorsionados, de trece millones de personas subsidiadas, de todos los servicios públicos subsidiados al revoleo, del dólar contenido con chorros de drenaje de reservas del BCRA, de prebendas a los punteros y de control de los gremios con la chequera.
Déjeme el lector sospechar que, además, el globo terráqueo se puede poner de traste del todo, como amaga en estas horas, aún comprando alimentos de cada vez más baja calidad, aún suponiendo que hay que seguir dándole de comer a los chinos y aún suponiendo que a esta señora le dé un ataque de normalidad y autorice las exportaciones sin ninguna restricción.
En verdad, la respuesta es fácil: de este panorama se sale con más dinero. Pero ocurre que el dinero se acaba… y lo peor es que ya no hay más crédito.
Fatalmente, debe uno llegar a la conclusión de estar en medio de una sociedad cuya actitud política y cívica se corresponde con la conducta de un tropel de eunucos que corre hacia un lugar inexistente.
Acaso por desdén, por error, por terror, por hambre, por abnegación, o por todo eso junto e inconexo. Y -atención con esto-: quienes nos hemos dado cuenta de todo lo que se viene, vamos también en ese tropel, con la mayor piedad e impotencia, como quien esto escribe.
No se puede desentrañar tan fácil la pasividad casi vacuna de la gente, el enorme desdén, basado acaso en cien razones que están alineadas sólo con la angustia personal, con la visión ingenua de algún sofisma, con una aparente estabilidad económica, con la gracia de los punteros sindicales, con su chequera delegada. En suma, seguramente, con la “caja”.
Queda la sensación muy amarga de que el pueblo argentino, tal como lo vino haciendo en el último medio siglo... prefiere jugar a la ruleta rusa dejando todo como está. Prefiere abstenerse de todo, esquivar el compromiso, salir de los vórtices de fuego... y buscar la poltrona.
Campea también la horrorosa imagen de ser uno mismo el que está en un territorio sin Nación, en una República sin Estado, que no es precisamente el lugar que a uno le corresponde.
En un ambiente territorial en el que son justamente los dueños de ese erial quienes decidieron el ungimiento de los gobernantes. Uno ya quedó fuera.
Uno ya no se siente, ni por las tapas, miembro de este escenario tan extraño en el que está todo más o menos diseñado para comprarle el voto a los pobres, a los subalimentados y a los subinstruídos, quienes, al ser mayoría, impondrán su voluntad al resto del país.
Da pena que así sea. Pena e indignación.
Pena y piedad por ellos, pues el sistema está armado de ese modo, incluso con una variante absolutamente autóctona que es la nueva, perfecta y armónica… democracia totalitaria.
Da pena y conmiseración por aquellos que viven con miedo a perder el cargo público, a perder el trabajo, o a perder el subsidio del que comen.
Piedad por el desinterés de la ciudadanía.
Indignación por esta democracia esencialmente trucha.
Una democracia tan chanta, que es normal que un político diga lo que no piensa, prometa lo que no va a cumplir, diga cualquier pavada, esconda sus intenciones y cambie de opinión en función de sus caprichos, sin explicar tal cambio. Y es normal que se crea dueño del Estado y haga de él un coto de caza para sus negocios o para sus vicios.
Una democracia donde nunca será castigado un dirigente político por sus veleidades o inconsecuencias. No se le han de pedir cuentas porque un día censure y al siguiente idolatre a un contrincante o a otro partido, porque robe en modo salvaje, compre jueces y pague el dolo con la misma mano que usa para saludar a las turbamultas.
Da pena e indignación ver a varios personajes del cine, la empresa y el deporte, prestarse a ese juego de arrastre y transfusión de sangre para regalar algún litro de su prestigio a esta mujer, mercader de la imagen, que los dejará así: sin una gota.
Indigna que pueda hallar un comprensivo agasajo de todo lo que diga o haga ella -en realidad, en forma resignadamente corrupta- .
Y cuando surja -por ventura- alguna persona que por estas prácticas descalifique a un político o a un partido, entonces todos, como un ejército, sacarán a relucir sus dientes para que, con su magia, vuelvan las acusaciones en contra de quien los acusa:
“Somos una agrupación democrática, somos hombres de la democracia, gozamos de inmunidad democrática”, “hemos sido limpiamente elegidos en unas votaciones libres”, “atacarnos equivale a insultar a varios millones de electores”.
Todos estos son los reproches amenazantes para cualquiera que se anime a criticarlos. Cuidado: atacar lo sacralizado es hereje.
El Papa Inocencio III envió una Cruzada para arrasar con los herejes de la zona de Languedoc -sudoeste francés- y produjo, el 22 de julio de 1209, el primer genocidio del que se tenga memoria en la Europa civilizada.
La Cruzada, antes de entrar a Béziers, mandó a preguntar a Inocencio III cómo harían para distinguir entre mujeres y niños, cuáles eran los herejes.
Inocencio III respondió: “Matadlos a todos… que Dios reconocerá a los suyos”.
Un partido puede ser democrático en el sentido meramente técnico de estar registrado como tal y concurrir a las elecciones, pero puede perfectamente no serlo, ni en su espíritu, ni en su funcionamiento interno (y vemos que no lo es casi ninguno), ni en su defensa de ese sistema político ni, desde luego, en su mínima tolerancia de los demás partidos.
Unos políticos pueden haber sido, en efecto, elegidos en votaciones libres, pero será difícil -o más bien, parece imposible- que lo hayan sido “limpiamente” en la Argentina.
No sólo por las manipulaciones antedichas sino porque, sobre todo, habrán sido elegidos en primer lugar -contratados, comprados, premiados o “fidelizados”- por el aparato de sus respectivos grupos que los colocara en las listas cerradas armadas sobre “negocios a futuro” o devolución de favores.
Y, es obvio, criticar, atacar o incluso descalificar a un político no equivaldrá jamás a insultar a un solo votante suyo:
No ya porque un altísimo porcentaje de votantes opte siempre por una u otra lista, sólo como mal menor, sin ningún entusiasmo ni, desde luego, por incondicionalidad alguna, sino porque, por mucho que a los políticos y a los partidos les guste considerarse “representantes” de la ciudadanía, a la hora de los hechos. Lo son -en grado mínimo- en nuestra democracia.
Son unos perfectos chantas. Truchos, todos ellos, reyes de la justificación, buscadores de culpas ajenas, lavadores de manos, insinceros, irresolutos, terribles trenzadores dolosos de arreglos… y malabaristas de la promesa falsaria. Siempre son, en el mejor de los casos, unos representantes interinos provisionales. Azarosos, si se me apura.
No hace falta remontarse a cualquier ejemplo de los tiranos que fueron elegidos democráticamente las veces que lo fueron, para recordar que, en un sistema democrático trucho, todo es muchísimo peor que una tiranía.
No hace falta matar herejes para convertirse en la Papisa Inocencia III.
Basta sojuzgarlos a palos con el Secretario de Comercio Guillermo Moreno, a quien ella envía en persona, a golpear gente a la Avenida Cabildo y Ramallo.