El subsidio al robo del gobierno
Las ayudas que nos daban y que nadie había pedido… …era un asunto fingido que todos ellos tramaban… Y mientras se postulaban para ser los elegidos… los ciudadanos dormidos, el robo no adivinaban (G. Bunse - Poemas de la Argentina trágica)
Nota: he tratado de hacer un cuento breve, inspirándome en el genio de Italo Calvino quien, hace tiempo, desarrolló un relato de un hipotético país de ladrones. Con una trama bastante similar, se me ocurrió un relato de una hipotética comarca de subsidiados.
El autor
Era una comarca donde todos estaban subsidiados.
Por la noche, cada uno de los habitantes hacía sus cuentas y, si veía que le faltaba algo… al día siguiente salía a cortar cualquier calle. Sin hacer ninguna otra cosa y sin pedir subsidio (sabía que el gobierno se lo daría), pero que, para hacerlo, debía saquear a otro ciudadano.
Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno lloraba por lo que en forma caprichosa decía que le faltaba y, aunque no le correspondía, el gobierno saqueaba a otro, y ese otro lloraba aún más. El gobierno saqueaba a otro, y así sucesivamente. Hasta llegar al último tipo, que recibía otro subsidio... y entonces empezaba el ciclo de nuevo.
En aquella comarca, el comercio solo se practicaba en forma de embrollo, tanto por parte del que vendía, como del que compraba.
El gobierno era una asociación creada para delinquir en perjuicio de los súbditos y, por su lado, cada uno de los súbditos sólo vivía pensando en la forma de defraudar al gobierno, de quien recibía cátedra especial.
Aquel que se inscribía en el organismo fiscal quedaba dentro del zoológico impositivo en el que cazaba el gobierno para despojar a cualquiera.
El que había podido salvarse de ser llevado -a la rastra- al zoológico, no tenía problema: ponía una manta en la calle Florida o en cualquier otro lugar y se largaba a vender mercadería robada, falsificada, contrabando y hasta marihuana. Nadie lo molestaba, ni le advertía, ni lo llamaba al orden.
La vida transcurría sin tropiezos, y no había un solo empresario que se preocupara por otra cosa que no fuese saber cómo arrastrarse cada día mejor delante del gobierno subsidiario. Ocurre que la mayoría de los empresarios (también ellos) recibían un subsidio para que su negocio funcionara.
Pero hete aquí que, un buen día, el gobierno se notificó de que no había más margen para subsidiar a nadie. Más importante aún, las elecciones ya habían transcurrido. De tal suerte que, a esa altura, no importaba ya seducir a nadie con subsidios de ninguna clase.
Se inventó, pues, una nueva burla para una ciudadanía a la que era tan sencillo engañar, que ya había batido el récord de pueblos embaucados de todo el planeta.
En lugar de decir que habría un terrible tarifazo, se diseñaron dos lindos embustes de distinto calibre pero de idéntico infantilismo:
1) Se inauguró un concurso de obsecuentes y genuflexos, que consistía en que todos los que quisieran mostrar arrastramiento renunciaran a su subsidio. Y que renunciaran aún sabiendo que, el hacerlo no sólo no serviría para nada, sino que esa actitud implicaría algo así como perdonarle sin motivo al gobierno el grave error y la enorme trapacería de haber sostenido ese régimen populista de ayudas... con un objetivo claramente negro.
Si fue un engaño o si fue incapacidad, ¿por qué había que perdonárselo, si no era por la única causa por la que se absuelve a un gobierno?: obsecuencia, genufluexión, felpudismo... o arrastramiento.
2) Se lanzó un gran tarifazo, oportunamente bien disfrazado de “retiro escalonado de los subsidios” en el que, cualquiera que fuese medianamente despierto (no era el caso de esta comarca de candorosos ciudadanos) podía darse cuenta de la espantosa cantidad de cosas que se habían barrido bajo la alfombra. Por eso, el tarifazo fue salvaje. Y el Congreso, último revisor de las salvajadas impositivas, raramente, había enmudecido.
Y aquí apareció lo verdaderamente insólito:
Ante este escenario, nadie, esto es, ni una sola persona de aquella comarca se atrevió a plantear lo que estallaba ante la vista de cualquiera: la verdad más evidente.
Y la verdad cruel era que ese mismo escenario era, nada más y nada menos, que la trágica consecuencia de una práctica política totalmente farsante de un conjunto de filibusteros, encabezados por la jefa del gobierno, que había tenido como único destino captar votos para poder ser reelecta y establecer un clima absolutamente ficticio, trucho y claramente fingido de tranquilidad tarifaria... hasta el día de las elecciones.
Dicho en otras palabras: todo aquello se trataba de un fabuloso engaño.
Una perfecta estafa y una vulgar trapacería, utilizadas solamente para embaucar a la masa crítica de los ciudadanos idiotas que pensaron que, hasta ese momento, ese y sólo ese era el escenario normal de la comarca para evaluar al gobierno que debía ser reelecto o no, conforme lo que mostraba a todos como un logro inamovible.
Era más o menos como el candidato que se presenta a postularse para un trabajo, elegante y prolijamente vestido. Y una vez que es designado, se presenta, al día siguiente, vestido con un andrajo y descalzo.
Y les dice: este es el verdadero empleado que ustedes eligieron.
Aquellos quienes renunciaban al subsidio resultaban tan hipócritas, que trataban -con gran dificultad- de hacer de cuenta que jamás habían advertido que todo era un engaño hecho y derecho, y que todos los subsidios constituían una parte esencial de la plataforma electoral mentirosa del régimen.
Lo que se había ideado era una maniobra psicológica tan imbécil que consistía en una especie de traslación de culpas. Las culpas de los trapaceros del gobierno que inventaron los subsidios como herramienta falsaria de buena gestión gubernamental se trasladaban a los tarados que recibieron los subsidios, creándoles (a todos ellos) una especie de cargo de conciencia acerca de quiénes merecían o no esa subsidización.
Un remordimiento social generalizado de una comarca de ovejas que no distinguía entre lo que era una obligación o un derecho, que ignoraba la diferencia entre el vicio y la virtud... y que se instaló alegremente, de un modo tan insólito, que lo que se había otorgado de prepo desde arriba se transformó súbitamente en una culpa vergonzosa de los beneficiarios.
La traslación de culpas convirtió en “aprovechados” a todos ellos y en “víctimas” a la totalidad de los filibusteros del gobierno, que eran justamente quienes habían ideado la tramoya.
Obviamente, los primeros en la fila para renunciar a los subsidios eran los filibusteros de la corona, para dar el ejemplo de una caridad tan poco creíble, como que resultaba una escandalosa autodevolución.
Como la inflación falsificada era otro de los engaños vigentes, y como el tarifazo la elevaría aún más, los subsidiados de antes de las elecciones no vieron otra alternativa que salir a buscar el subsidio por mano propia.
Es decir, robando.
En otras palabras, copiaron la técnica más idónea del gobierno:
Robaban de noche para devolver de día, para devolver sólo una parte (en forma de renuncia a cualquiera de los subsidios).
Ello aumentó la confusión, pues hubo muchos ex subsidiados que no sabían robar, y que debieron salir a aprender esa técnica nueva, que era la de... hurtar, sin subsidio al robo.
En verdad, los miembros del gobierno robaban “con subsidio al robo” aún después de la fulminación de los subsidios, por cuanto, de lo que nadie se había percatado, era de que el exterminio de los subsidios era sólo para lo que estaba “en blanco” pero no para lo que seguía “en negro”.
De esa manera, la fulminación de los subsidios a la comarca de los tontos se convirtió en la paradoja más extraordinaria.
Era una fulminación de subsidios a la gente pero, en rigor...
... se trataba de subsidiar el robo que se predisponía a perpetrar el gobierno central.
Por el Lic. Gustavo A. Bunse, para El Ojo Digital Política
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