POLITICA: LIC. GUSTAVO ADOLFO BUNSE

Ultimas sombras del andrajo social

Resulta improcedente que, por despreciar o criticar en forma abierta a una persona de esta catadura moral, quieran arrojarle a uno la imbécil teoría de la sacralización de la democracia. Ella no es una demócrata. No lo es en absoluto...

10 de Agosto de 2012

Resulta improcedente que, por despreciar o criticar en forma abierta a una persona de esta catadura moral, quieran arrojarle a uno la imbécil teoría de la sacralización de la democracia. Ella no es una demócrata. No lo es en absoluto.

Y es totalmente legítimo desear que abandone el poder de inmediato, para que pueda cesar ya mismo el daño que diariamente está infligiéndole a la República. Es legítimo -antes bien- pararse frente a la Casa Rosada y gritarle "ladrona".

Twitter, Lic. G. BunseY el corporativismo político -al menos en el resto de los partidos- debería desaparecer ante la vista de las tropelías que ella comete con el mayor desparpajo, y a la luz del día.

No estoy hablando aquí de un golpe. Mucho menos de una sedición. Aún cuando el pueblo tiene derechos constitucionales claros de librarse con sus propias manos de un engendro de esta naturaleza. Ella no es una demócrata. Más grave aún. Es precisamente ella la que descuartiza y despelleja a diario la mínima credibilidad social. No sólo en la dirigencia política sino en el sistema democrático, como instrumento idóneo para mantener en el pináculo de la dirección del Estado a este tipo enfermo de parásitos de la escoria social.

La República Argentina, con enorme viento a favor (pero con números artificiales escandalosos en su intimidad y con una increíble impunidad) aún si creciera, se desbarrancaría sin remedio. Sólo por ella.

La descripción muy profunda y cruda del país en términos relativos y absolutos -expresándose con la mayor objetividad- se parece a una narración Cristina Fernández Wilhelm | Foto: La Naciónfingida. Es una especie de relato simbólico, armado ad hoc, para transmitir una experiencia. Absteniéndose de caer en el escepticismo fácil, esa descripción tendría que ser más o menos la siguiente:

La Argentina es hoy un país que, pese a su tamaño territorial, no tiene ya la menor significación, ni en el Producto Bruto Internacional ni en el interés mundial. Y ni siquiera en la atención lateral geopolítica del Bloque Occidental.

Sin ser el peor de todos los países (y aún con bastante recorrido por delante en su caída), actúa como si tratara de acercarse a los estados que son el peor sumidero de residuos morales de todo el mundo. Es “ella” quien la arrastra de la mano, como un andrajo social.

Tiene, sin embargo, todavía, innumerables consuelos en países como Sudán, Somalia, Liberia, Angola o Haití, por cuanto allí reinan el caos y la desolación casi como normas desde su fundación. Casi como preceptos constitucionales desde sus nacimientos como pseudoestados.

Por eso, ella nos lleva como ganado a poner el hocico en esos morrales. Le aterra hacernos ver las grandes potencias.

Allí, se sentiría tal como es. En las Republiquetas, da cátedra sofística. Es mucho más que evidente que en el país se ha perdido la llamada certeza íntima. Es ella quien ha plagado la vida política de inciertas y sospechosas utilidades temporales, ninguna de las cuales ha servido para determinar la viga maestra de un rumbo definitivo. De todas las situaciones históricas durante gobiernos democráticos, se viven aquí, por estas horas, los momentos que parecen más vesánicos y maliciosos de nuestra vida constitucional.

El panorama actual la exhibe cada cuarentayocho horas en el mismo atril destilando veneno (jamás ha dicho un discurso de afecto libre de injurias o amenazas). Ignora el plexo de su investidura al frente del Estado y, desde esa almena, fulmina vidas o haciendas de particulares. En un despliegue de la desproporción que la encuadra en claro abuso de poder.

Un insondable desierto político en derredor suyo ya hace prefigurar que todas las iniciativas de dirigismo que han nacido a la sombra de su ideología van a ser cohonestadas y puestas a cristalizarse por tres años más.

Parejamente con todo lo anterior, un innegable y peligroso proceso de disgregación social se encuentra -hoy mismo- en pleno desarrollo en nuestra Argentina, y se corresponde con un fenómeno persistente de carcoma de la moral individual y colectiva. Impulsada desde la mente perversa de esta indecente, aferrada al pináculo del poder.

Una sistemática fragmentación social ha sobrevenido y se ha instalado como una neblina. Fue a partir de la dinamitación diaria, lisa y llana de toda credibilidad y de toda previsibilidad. Hechos estos que, en principio (y por causa absoluta de ella) han contaminado ruinosamente la fe pública.

Por todos estos motivos, sin exagerar aquí ninguna perspectiva, la desazón y el empeoramiento del clima social son los únicos horizontes definibles hoy, en el espíritu de cualquier ciudadano, aún en sus mejores horas de optimismo.

La esperanza verdadera, motor de cualquier vida honesta, sólo forma parte de una especie de apelación a los ensueños que más pueden ser fabulados o mentidos por cualquiera, y acaso sólo por una candorosa tendencia al voluntarismo que siempre aflora como contrapeso fácil de la desolación.

Uno tiene la sensación de que todos nosotros esperamos, sin saber qué cosa se puede esperar. Por cuanto todo por delante, sin excepción, es casi una perfecta utopía. Imaginamos, erróneamente, que “más bajo no se puede caer” porque nos embargan frecuentemente algunos arranques de un optimismo absurdo que no logramos apoyar en ninguna proyección concreta fuera del infinito túnel negro que ya no deja ver si, en realidad, avanzamos o retrocedemos.

Tenemos miedo de ser tachados de agoreros pues, como esto mismo es un diagrama sin salida y como quien esto escribe no tiene la solución, es frecuente que todo se quiera disfrazar en forma de ironías, de indolentes expresiones y del encogimiento de nuestros hombros.

Sobre esto, vale la pena para compartir una reflexión: existe una tendencia (yo diría casi mística) de exigirle al prójimo lo que podríamos denominar la “buena onda”. La parábola de la inviabilidad, en ese caso, solo da espacio para cuentos llenos de mentiras piadosas.

Un escéptico, por lo general, es un alarmista, un catastrofista, un negativista. Alguien del que conviene alejarse, y alguien sobre quien -cuando no ocurra lo que él advirtió- deberán caer miles de castigos sublimes por habernos hecho entrar en una duda que nos ocasionó un estado de zozobra... o nos arrebató el sueño.

Es verdaderamente injusta esta proclividad social, transida por un único fundamento que es el hastío, acaso anestesiada por los apaleos en los sucesivos desencantos. Necesitada pues, de creer en algo, rechaza a quien avisa algún peligro y condena a quien osa enfocar el devenir en modo sombrío. Y así, la consecuencia es una predilección insólita por bajar la guardia o por descreer absolutamente de un peligro que se avecina, desechando de un modo absoluto la mínima prevención a tales escenarios.

Dramáticamente, sospechamos que aquí no hay ningún mecanismo objetivo para alguien pueda o quiera ponerle coto al descarrilamiento interminable que sufrimos. Que no existe señal alguna para que algo cambie en serio.

A veces, con inadmisible resignación inadmisible, y otras veces con una impotencia rayana en un impertérrito sometimiento, nos deslizamos mansamente hacia la perfección... Perfección del concepto de agonía. Es como si pensáramos que cualquier solución “posible” fuese a llegar mágicamente de la mano de algunas otras personas.

Hablar de la eventual recuperación cultural o bien de la futuras expectativas del arte o de la ciencia resulta tan ridículo y anacrónico en este país frente a las terribles prioridades que impone el terremoto presente, que debe aceptarse que hemos perdido lastimosa y conscientemente hasta la construcción inexcusable de la base de viabilidad social de las futuras generaciones.

Todo aparece ante nuestros ojos como una gran pena en la contemplación de un escenario que va a proseguir su rumbo autodestructivo y que no cambiará ni por los que son optimistas, ni por los rezos u oraciones de los creyentes.

Mucho más grave que lo anterior: hasta resulta ridículo hablar en estos días de la necesidad de resolver los problemas de salud de tres mil quinientos hospitales desvencijados y en estado de pauperización en el interior del país.

Sólo se puede hablar hoy del estrago en los cimientos. De la necesidad de construirlos de nuevo. De armar todo desde “cero”, por cuanto nada de lo que se apoye en este tembladeral va a quedar en pie.

Se va a caer por no tener apoyo, o quizás porque lo va a tirar abajo ella y sus depredadores del país que sobreviven a su sombra en los tres largos años que les restan para irse. El sumidero de residuos morales no tiene, entonces, por qué cambiar. Nada se ha hecho objetivamente para que cambie.

Así va a seguir, y nadie ha de llegar para ayudarnos como tantos creen en forma ingenua. Al contrario, un desquicio mayor, como he dicho, es el único horizonte esperable.

La solución, con la herramienta democrática y no con otra, es separar a los depredadores y evitar que lleguen otra vez al pináculo del poder. Enjuiciarlos y encarcelarlos. No existe otra herramienta.

Así como va, el país transita con ella las últimas sombras... Las últimas sombras del andrajo social.


Lic. Gustavo Adolfo Bunse | El Ojo Digital Política
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