Antiliquidacionismo maniqueo
A raíz del intenso debate que se está viviendo en la red por causa del liquidacionismo de Friedrich Hayek, permítanme efectuar tres consideraciones que, a mi juicio...
17 de Agosto de 2013
Juan Ramón Rallo es Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista de ElCato.org. Juan Ramón obtuvo el tercer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.
A raíz del intenso debate que se está viviendo en la red por causa del liquidacionismo de Friedrich Hayek, permítaseme efectuar tres consideraciones que, a mi juicio, se están pasando por alto pese a que deberían constituir el auténtico fondo del asunto.
De entrada, definamos el esquivo concepto de liquidacionismo. La expresión procede de la célebre frase del secretario del Tesoro de Hoover, Andrew Mellon quien, nada más desatarse la Gran Depresión, espetó: “liquidemos el trabajo, liquidemos los inventarios, liquidemos las granjas, liquidemos el sector inmobiliario, etc. Con esto purgaremos de raíz el sistema. Los altos costes de la vida y el alto tren de vida se moderarán. La gente trabajará más duro, vivirá una vida más virtuosa. Los valores se ajustarán y la gente emprendedora sustituirá al personal menos competente”. La cita es para enmarcar, pero no por su acierto, sino por su torpeza: mezcla moralina barata de autoayuda con un recetario económico supuestamente razonable; la carne de cañón ideal para alimentar toneladas de demagogia y de tergiversaciones deliberadas, como la del célebre artículo krugmaniano de los teóricos de la resaca. A partir de semejantes teselas, uno no sabe muy bien con qué mosaico identificarse; pero, desde luego, con el de Andrew Mellon no.
Mas no nos perdamos en los orígenes interesados del término y vayamos a reflexionar sobre sus implicaciones tal como se lo entiende hoy, a saber, como la doctrina que defiende la necesidad de liquidar las malas inversiones y de amortizar la excesiva deuda como recetas para salir de las depresiones.
La primera pregunta a plantear es si alguien puede seriamente no ser liquidacionista. Es decir, ¿alguien puede afirmar sin ruborizarse que de las crisis económicas se puede salir sin liquidar malas inversiones y, por tanto, sin liquidar las fuentes de financiación de esas malas inversiones? Debería ser evidente que, en una depresión, habrá malos proyectos empresariales que deberán ser liquidados y deberán serlo por una razón muy sencilla: no han de seguir copando factores productivos en planes de negocio que destruyen riqueza. En este sentido, nadie debería oponerse a que buena parte de las compañías surgidas durante el boom de las puntocom quebraran o a que multitud de promotores inmobiliarios españoles desaparecieran. Oponerse a ello significa o bien rechazar que puedan existir malas inversiones o bien rechazar que las malas inversiones deban reestructurarse o bien rechazar que la quiebra sea un mecanismo válido de reestructuración: en cualquier de los tres casos, la conclusión de este antiliquidacionismo simplón es que cualquier organización de los factores productivos parida por un empresario debe mantenerse indefinidamente en el tiempo. Puro "wishful thinking", que no entiende el dinamismo mutante del mercado así como las implicaciones de los errores inversores.
Hay, sin embargo, una interpretación más benévola del antiliquidacionismo: su propósito es que no quiere ninguna empresa ni se impague ninguna deuda sin que, al mismo tiempo, se genere otra inversión financiada con otra deuda de igual valor. De lo que se trataría, por consiguiente, es de recolocar rápidamente en algo a los factores productivos que han quedado desempleados con la quiebra de ciertos proyectos empresariales y, al mismo tiempo, de estabilizar la provisión de crédito para el conjunto de la economía. En tal caso, la cuestión que deberían plantearse quienes defienden esta visión es doble: primero, ¿en qué deben reinvertirse los factores productivos que quedan desempleados? Segundo, ¿por qué motivo la financiación de los nuevos proyectos empresariales debe efectuarse por la vía de la deuda y no por la de, por ejemplo, los fondos propios? Por lo general, ambas cuestiones son afrontadas desde una perspectiva inapropiadamente agregada: una vez el Estado se endeuda con la banca (central o no central) para financiar cualquier inversión, se asume de corrillo que el mayor gasto y el mayor volumen de pasivos bancarios proveerán la recuperación sostenida de la economía (vía el efecto multiplicador). Y, tras esto, uno de nuevo debería plantearse: ¿acaso cabe pensar que cualquier volumen de inversiones efectuadas atropelladamente por la administración estarán bien orientadas? ¿Acaso el presupuesto de partida de los antiliquidacionistas es que el sector público no debe preocuparse por lanzar proyectos de inversión con una rentabilidad esperada superior al coste de capital de financiarla? Y claramente jamás lo ha sido por dos motivos: el primero, que el sector público es incapaz de efectuar una estimación mínimamente realista de la TIR (Tasa Interna de Rentabilidad) de los miles de proyectos dispares que las antiliquidacionistas políticas de “estímulo” le reclaman que emprenda simultánea y centralizadamente; el segundo, que la deuda pública es el resultado de un cúmulo de subvenciones cruzadas y, por tanto, es incapaz de proporcionar un coste del capital realista (máxime cuando se reclama que sea objeto de monetización por parte del banco central). Por ende, regresamos a lo mismo: o las malas inversiones no existen o no importan. De ahí a reclamar la creación de burbujas o de guerras galácticas para salir de la crisis hay solo un paso.
Y, por último, la tercera cuestión que plantear a los antiliquidacionistas —bastante más vinculada a la anterior de lo que en principio podría parecer— es qué tipo de antiliquidacionismo defienden. Parece ser que el liquidacionismo de Mellon no les gusta, pero, por el contrario, si les entusiasma la liquidación de ciertos sistemas monetarios como el patrón oro o, a día de hoy, el euro. ¿Por qué está mal liquidar un banco pero, en cambio, es fantástico liquidar una moneda o, todavía peor, un sistema monetario internacional entero? ¿Acaso el abandono del patrón oro por parte de Inglaterra en septiembre de 1931 no desató un pánico deflacionista global —similar al que hoy desataría el colapso de la Eurozona— al ahondar en las corridas bancarias estadounidenses y la consecuente quiebra de sus bancos? ¿Cómo lamentar las consecuencias contractivas de la desaparición de modelos empresariales erróneos pero no la del engranaje monetario que permite un cálculo económico medianamente racional y estable dentro de un área económica?
Acaso por los mismos motivos que impregnan todo el razonamiento antiliquidacionista anterior: porque lo relevante no es la estructura productiva y financiera de una sociedad sino estabilizar el volumen agregado de gasto en cualquier proyecto económico o antieconómico. De ahí que deba removerse todo obstáculo a la inflación de la mala deuda dirigida a sufragar el malgasto público o privado: lo importante no es la racionalidad del resultado (el reajuste juicioso de los planes empresariales) sino el vigor con el que éste se emprenda. La liquidación del oro era indispensable no por la inflexibilidad irracional que conllevaba sino por la inflexibilidad en contra de la irracionalidad que representaba. “De diez cabezas, nueve embisten y una piensa”, decía Machado: los antiliquidacionistas sólo desean embestir para conmover con su ímpetu suicida los instintos gastadores del resto de ciudadanos; desprecian el papel previo del empresario dirigido a diseñar planes empresariales comercial y financieramente consistentes, pues mientras no está invirtiendo, puede haber recursos que no se estén empleando a pleno rendimiento.
Huelga decir que los errores del antiliquidacionismo no convalidan las fallas del liquidacionismo radical, ése que reputa óptima la purga absoluta de los planes productivos y financieros sin comprender las dificultades adicionales que acarrea para la re-coordinación empresarial (la llamada contradicción secundaria). Al contrario de lo que sugería Hayek, no pasa nada por que durante las depresiones los bancos expandan el crédito siempre que éste vaya dirigido a financiar activos autoliquidables dentro de un mercado donde la liquidez de los agentes quede salvaguardada por la existencia de un activo monetario líquido como el oro; y, por ello, tampoco pasa nada por que ese nuevo crédito alimente un aumento de la demanda de bienes de consumo, ya que el nuevo crédito se habrá creado contra el aumento de la producción de bienes de consumo.
No seamos tan ingenuos de pensar, dándole la vuelta al radicalismo antiliquidacionista, que todo proyecto empresarial no financiado con ahorro a largo plazo y a tipos de interés altos es un indebido aplazamiento de las necesarias liquidaciones: no, la financiación bancaria de activos líquidos es una legítima válvula de escape para compensar la lentitud de la reorganización empresarial que desata la liquidación de las malas inversiones. No estamos en un mundo de plastilina donde las malas inversiones no importen y, por consiguiente, se las puede mantener a flote bajo cualquier circunstancia (antiliquidacionismo) o se pueda asumir su pronta desaparición gracias a una transición automática y sin fricciones hacia el nuevo equilibrio, desentendiéndonos así de la necesidad de contar con mecanismos amortiguadores que emerjan del mercado (liquidacionismo radical). Liquidar no significa exterminar del mismo modo que hinchazón mórbida no significa prosperidad saludable. Por desgracia, diría que los liquidacionistas radicales son más proclives a aprender la primera lección de lo que los antiliquidacionistas lo son de interiorizar la segunda.