POLITICA: ALBERTO MEDINA MENDEZ

El inexorable derrotero del fascismo populista

Hace tiempo que los manipuladores del discurso político vienen ocupándose de tergiversar el significado de las palabras.

04 de Marzo de 2014
Hace tiempo que los manipuladores del discurso político vienen ocupándose de tergiversar el significado de las palabras. No es casualidad: lo hacen con una intencionalidad inocultable.
 
Buena parte de la explicación de sus éxitos electorales tienen que ver con que han conseguido instalar determinadas visiones, apelando a las más elementales enseñanzas de Antonio Gramsci, pero siempre con la necesaria complicidad de la holgazanería ciudadana, que opta por aceptar linealmente el adoctrinamiento que propone esa dinámica panfletaria y superficial, que se esfuma ante el primer razonamiento relativamente sensato.
 
Han construído una caricatura de la historia que les resulta inmensamente funcional. Así, dieron nacimiento al perverso “Socialismo del Siglo XXI”, que es sólo la peor combinación de marxismo y fascismo, y la empírica demostración de su innegable parentesco. Solo le han agregado ciertas aristas folclóricas para brindarle un aire más domestico y regional, bajo un formato y presentación más amigable para estas latitudes.
 
Estos regímenes vienen con la pretensión de quedarse. Es por ello que su impulso inicial se orientó, en casi todos los casos, a modificar sus constituciones, para garantizarse reelecciones indefinidas o ciertos mecanismos de centralización del poder que le permitieran continuar.
 
Han destrozado deliberadamente la república, vulnerando la división de poderes que evita los abusos, fracturando principios básicos como el Estado de derecho, la periodicidad de los mandatos y, al mismo tiempo, cooptando a los miembros de la Justicia para asegurarse impunidad y convirtiendo a los legisladores en la virtual escribanía del mandamás de turno.
 
Son sistemas de gobierno autoritarios, donde el poder se concentra en una sola persona que aglutina las decisiones, como si fuera un monarca con plenos poderes y sin limitaciones, lo que siempre viene acompañado de obscenos negocios, corrupción indisimulable y un descaro difícil de ocultar.
 
El fascismo, como sistema político, comporta algunas características que le son propias y son parte de su esencia, como su totalitarismo, el desprecio por el capitalismo, un nacionalismo premeditadamente extremo y el infaltable enemigo social específico, siempre seleccionado cuidadosamente, al que se responsabiliza de todas las calamidades que se puedan padecer.
 
Un líder carismático siempre es el que encarna el proyecto, difundiendo el odio sobre otros, pero también montando ese imprescindible aparato de propaganda enorme que intenta convertir premisas falsas, que de tanto repetirse parezcan indiscutiblemente verdades repletas de verosimilitud.
 
El continente tiene en Venezuela al máximo exponente de este desarrollo, el que a medida que pasa el tiempo y sigue obtenido triunfos electorales ha profundizado su autoritarismo como así también el resto de las características de este régimen político. Las confiscaciones son cada vez más burdas y carecen de pudor, mientras las libertades se diluyen una a una, hasta desvanecerse, como parte del atropello a los derechos de forma siempre gradual, sistemática y progresiva.
 
Otros países del continente tienen intenciones de seguir ese recorrido y vienen haciendo los deberes como buenos alumnos, siempre con sus necesarios matices y estilos de liderazgos circunstanciales.
 
En realidad, se trata de un sistema insostenible en el tiempo. No existe forma de sostenerlo demasiado porque cada vez precisa de mayores dosis de totalitarismo para proseguir su rumbo. El fracaso anunciado de sus políticas los lleva a necesitar de mayor control y eso, irremediablemente, significa que necesitan retirar más libertades para mantenerse en el poder.
 
La cobardía de los primeros mandatarios del resto de las naciones es difícil de explicar. El silencio que legitima las tropelías cotidianas es difícil de comprender. Los ciudadanos del mundo ya han tomado nota de este hecho.
 
Lo que resulta incomprensible es la cantidad de personas que pareciendo inteligentes y bien intencionadas, lejos de los intereses del poder, bajo el pretexto de coincidir con algunas posturas demagógicas como el supuesto enfrentamiento al imperialismo y otras actitudes típicas del nacionalismo fingido, terminan avalando y aplaudiendo los despropósitos de esta época.
 
La lista es larga. Supresión de la libertad de expresión, represión en las calles a manifestantes que reclaman, intimidación a medios de prensa locales e internacionales, restricciones a las libertades en todas sus formas, a lo que se agrega con crueldad los ciudadanos condenados a la pobreza, al desabastecimiento y a la inflación, mientras la violencia desenfrenada provoca muertes en hechos delictivos, que a veces hasta sirven de pantalla para enmascarar persecuciones políticas.
 
La estrategia es clara. Quedarse en el poder a cualquier precio. Los pilares de este sistema están a la vista. Un nacionalismo político que exacerba la soberanía de la mano de un odio contra lo foráneo, un intervencionismo económico que hace estragos y destruye la riqueza a su paso, generando un paulatino empobrecimiento, una hipócrita religiosidad contradictoria con su accionar permanente y ese despiadado monopolio de la fuerza que les permite controlar militarmente cualquier manifestación ciudadana.
 
Sus triunfos electorales provienen de un manoseado esquema electoral. Desde esos argumentos, justifican cualquier decisión como si tener votos habilitara a los gobernantes a ejercer la fuerza contra sus oponentes, acallarlos, encarcelarlos, quedarse con sus propiedades y limitar sus libertades.
 
Lamentablemente, el final de esta historia no podrá ser color de rosas. Cuando esta farsa concluya y la disparatada aventura culmine, solo quedará una sociedad dividida, enfrentada, plagada de resentimientos, con una economía destruida cuya reconstrucción llevará mucho tiempo y esfuerzo.
 
Sería deseable que los mecanismos institucionales permitan ese renacimiento imprescindible, que las formas sean civilizadas y que los mezquinos intereses de los déspotas de turno no provoquen más sangre que la ya innecesariamente derramada.
 
Aunque sigan persistiendo en modificar la historia, acomodar el relato a sus caprichos y difundir mentiras con apariencias elegantes ya no quedan muchas dudas sobre el inexorable derrotero del fascismo populista.
 
 
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