El libro estatista de moda: 'Capitalismo en el Siglo XXI', de Thomas Piketty
Nos referimos a Capital in the Twenty-First Century -de Thomas Piketty-, ciudadano francés, doctorado en economía en MIT y profesor en la Escuela de Economía de París...
16 de May de 2014
Nos referimos a Capital in the Twenty-First Century -de Thomas Piketty-, ciudadano francés, doctorado en economía en MIT y profesor en la Escuela de Economía de París (institución que él contribuyó a establecer en 2005). El libro se presenta correctamente traducido del francés por Arthur Goldhammer (Le Capital au XXI Siécle). Está dividido en tres partes y la conclusión, casi 700 páginas que contienen 32 cuadros estadísticos.
Se trata de una obra que combate la desigualdad de ingresos y patrimonios, sustentado en confundir el capitalismo con el llamado “capitalismo de amigos” (en verdad, ausencia de capitalismo, puesto que las relaciones incestuosas entre el aparato estatal y los empresarios prebendarios —desde Adam Smith en adelante— niega el significado de esa tradición de pensamiento). Además, conforme han demostrado economistas como Hunter Lewis, Rachel Black, Robert T. Murphy y Louis Woodhill, basado en proyecciones sesgadas y estadísticas equivocadas (especialmente aunque no exclusivamente las referidas a retornos sobre el capital).
Dejemos las transcripciones numéricas que efectúa el autor de este libro, para reflexionar sobre el centro de su tesis. Para ello, sugiere elevar considerablemente los impuestos al efecto de mitigar las referidas desigualdades, puesto que -como es sabido- incluso para leer tablas estadísticas se requiere un andamiaje conceptual previo y es a esta estructura teórica del autor la que vamos a comentar telegráficamente en el presente artículo periodístico.
Aún cuando las series en cuestión estuvieran bien fabricadas, las comparaciones pertinentes, los años base significativos, bien realizadas las correlaciones, bien seleccionadas las muestras y bien construidos los índices, no cambia la línea argumental. Esto es: si es cierto que en mercados abiertos y competitivos las diferencias patrimoniales son decididas por el consumidor en el supermercado y equivalentes, cualquier resultado en el delta es, por definición, el que ha establecido la gente con sus compras y abstenciones de comprar. Dado que los recursos no crecen en los árboles, su correspondiente asignación no resulta indistinta: la administración debe estar en manos de los que atienden mejor las demandas de sus congéneres a través de los cuadros de resultados para que los que dan en la tecla ganen y los que yerran incurran en quebrantos, en posiciones que no son irrevocables sino sujetas a las cambiantes necesidades del público consumidor.
Resulta un tanto cansador repetir un aspecto de reflexiones ya hechas con anterioridad, pero me incentivó la posibilidad de introducir nuevas consideraciones a raíz de la obra de Piketty. Otra razón para producir esta nota es que economistas como Krugman y Stiglitz alaban el libro de marras, junto a las autoridades del FMI y el mismo Barack Obama y, en el momento de escribir estas líneas, el libro está en la lista de los best-sellers del matutino New York Times.
Como queda expuesto, en la medida en que las riquezas van a los bolsillos de empresarios que operan en base a privilegios otorgados por gobiernos, la consiguiente desigualdad se traduce en una flagrante injusticia que nada tiene que ver con la eficiencia para atender al prójimo, sino con el poder de lobby para acercarse a los funcionarios del aparato estatal. Es decir, el robo indirecto (para no decir nada de los patrimonios más abultados del mundo —según Fortune—, fruto de usurpaciones y despojos directos como es el caso de la Rusia actual, incluída en las antedichas estadísticas globales como si fueran el resultado del mercado).
Y esto es lo que desafortunadamente existe en buena parte del mundo; es lo que Piketty confunde con capitalismo en el libro que comentamos. Lo que vivimos no es “la crisis del capitalismo”, como afirma el autor, sino la crisis del estatismo cimentada en gastos públicos astronómicos, deudas estatales siderales, déficit insostenibles, impuestos insoportables y absurdas, asfixiantes y crecientes regulaciones. De tal suerte que el autor embiste contra un blanco equivocado.
Escribe Piketty que 'La distribución de la riqueza es uno de los temas más discutidos y controversiales hoy', lo cual es evidentemente cierto, si nos guiamos por las propuestas políticas y por gran parte de los textos en economía y ciencia política; pero el asunto consiste en investigar la razón o sinrazón de las partes en este delicado debate. La tradición que inició J. S. Mill al pretender la escisión entre la producción y la distribución sentó las bases de la confusión. Para comenzar, como ha puesto de manifiesto Thomas Sowell, los economistas no deberíamos hablar de 'la distribución del ingreso' puesto que 'los ingresos no se distribuyen; se ganan'. Por su parte, Robert Barro ha señalado repetidamente que lo relevante no es la desigualdad de patrimonios sino la elevación del promedio ponderado de los ingresos (que es la tendencia en la medida en que la sociedad sea abierta), lo cual -dicho sea de paso- puede simultáneamente incrementar las desigualdades.
Piketty, por una parte, alude a Karl Marx en cuanto a la concentración de la riqueza (que, según él, equivale a la explotación de los más pobres sin inferir conclusiones de sus niveles de vida en términos absolutos), y por otra, a Kuznets, quien pronosticaba armonía en base a la reducción de las desigualdades (con célebres gráficos no del todo ajustados a la realidad). Pero es que, nuevamente destacamos que, en las sociedades abiertas, las diferencias patrimoniales y de ingresos de deben a las instrucciones del consumidor en el mercado y, por tanto, cumplen un rol vital para maximizar las tasas de capitalización (única causa que eleva salarios).
Este es el sentido de lo consignado por Buchanan en cuanto a que, 'mientras las transacciones se mantienen abiertas y mientras no se recurra al fraude y a la fuerza, el acuerdo logrado es, por definición, clasificado como eficiente' y es el sentido por el que escribe Hayek en cuanto a que 'la igualdad de las reglas generales es el único tipo de igualdad compatible con la libertad, y la única igualdad que puede asegurarse sin destrozar la libertad'.
Sin embargo, Piketty se refiere a 'los violentos conflictos que inevitablemete instiga la desigualdad [de rentas y patrimonios]' y los relaciona con los sucesos ocurridos en la Francia prerrevolucionaria, lo cual remite, nuevamente, a una situación totalmente distinta a la de los mercados libres y las sociedades abiertas. Ni siquiera sus reflexiones sobre la sobrepoblación de la época son comparables al crecimiento vegetativo en el contexto de la libertad. El antes referido Sowell demuestra que la totalidad de la población mundial podría ubicarse en el estado de Texas, con un promedio de 600 metros cuadrados por familia tipo de cuatro personas, y señala que la densidad poblacional de Manhattan es la misma que en Calcuta y que la de Somalía igual a EE.UU. A partir de ello, concluye que, en un caso, se habla de hacinamiento y, en otro, de opulencia, debido a marcos institucionales diferentes y no debido a la llamada sobrepoblación.
Incluso las referencia a Malthus y a Ricardo en el libro no se condicen con lo que puede inferirse de épocas posteriores; no solo en cuanto a la población sino en cuanto a los impuestos a la tierra, que parecen un adelanto de la teoría de Henry George, al sugerir cargas fiscales adicionales a la tierra (debido a que es un bien que aumenta su escasez sin que pueda atribuirse mérito al propietario). Esto es, una especie de externalidad de la naturaleza; sin percatarse el autor de que, por ejemplo, eso mismo ocurre con nuestros ingresos, que se deben a las tasas de capitalización generados por otros (y tantas otras ventajas que obtenemos como que, al nacer, estamos insertos en lugares donde ya existen un lenguaje, insitituciones, etc.).
Thomas Piketty concluye que no está todo perdido, puesto que 'Hay sin embargo maneras en que la democracia puede recuperar el control sobre el capitalismo y hacer que los intereses generales prevalezcan sobre los particulares'. En esta conclusión, existen por lo menos tres asuntos que merecen resaltarse. Primero, en gran medida no nos encontramos en procesos democráticos en el llamado mundo libre tal como aquella fue concebida en combinación con la República los Padres Fundadores en los Estados Unidos, ni como la conciben los Giovanni Sartori de nuestros tiempos. Se trata de mayorías ilimitadas que arrasan con el derecho y toda la tradición constitucionalista desde la Carta Magna de 1215. Segundo, no existe tal cosa como el capitalismo para controlar por las razones antes apuntadas. Y tercero -aunque sea un lugar común-, en las sociedades abiertas no existe conflicto entre lo particular y lo general, por la sencilla razón de que lo general es la satisfacción de todo lo particular que no lesione iguales derechos de otros.
El autor de la obra ahora de moda le da por completo la espalda al hecho de que el proceso de creación de riqueza es, en realidad, dinámico, y no un bulto estático que opera en el contexto de la suma cero y que los burócratas tienen que decidir como 'lo distribuyen'.
Por último, debe subrayarse que, en rigor, no es posible imponer el igualitarismo, dado que las valorizaciones son subjetivas y, aunque todos dijeran la verdad, no pueden realizarse comparaciones intersubjetivas. Al tiempo que, debido a la intervención gubernamental para imponer la guillotina horizontal, se deterioran los precios relativos, y ello malguía todavía más a la producción. En el contexto del igualitarismo forzoso, se requiere un sistema autoritario, puesto que, cuando alguien se sale de la marca niveladora establecida, debe recurrirse a la violencia para encauzar al 'infractor'. Y, además, en otro plano del análisis, si fuéramos todos iguales con las mismas inclinaciones y talentos, la división del trabajo y la cooperación social se derrumbarían, y la misma conversación se tornaría en un aburrimiento colosal: todo sería equivalente a dirigirse al espejo.
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