Chile: el asalto populista
Desde los tiempos de la Unidad Popular, Chile no había tenido un gobierno...
Desde los tiempos de la Unidad Popular, Chile no había tenido un gobierno en la clásica tradición populista latinoamericana. La irrupción de un gobierno populista se caracteriza por la promesa refundacional que hacen sus líderes, la que va siempre en el sentido de darles más poderes a los gobernantes y menos a los individuos. Un elemento esencial de esta refundación es su carácter redistributivo: se asegura que los males de la sociedad serán resueltos, quitándoles a los que tienen mucho para darles a los que tienen poco. Esta lógica implica, además, la creación de un enemigo al cual culpar de todos los males del país: 'Los poderosos de siempre', es decir, los ricos, son de costumbre la impopular minoría elegida.
Los líderes populistas son, en general, personas altamente ideologizadas que ven en el Estado —o sea, ellos mismos— una especie de ente divino capaz de construir un orden social cercano a la perfección. Si hay pensiones bajas, si no hay educación gratuita y de calidad para todo el mundo y si no todos tienen acceso a una salud de primer nivel, es porque falta más Estado. Olvídese del principio de escasez que enseña la economía y según el cual los recursos no alcanzan para todos. Tampoco cuenta la demoledora evidencia de que el Estado hace casi todo peor que los privados. El populista ofrece borrón y cuenta nueva, un nuevo orden cercano al paraíso, donde, gracias a ese ente metafísico y omnisciente llamado Estado, habrá de todo para todos. Este paraíso, por cierto, suele partir con el sueño erótico de todo intelectual que apoya el proyecto refundacional: una nueva Constitución. Sin ella, el porfiado principio de escasez, ese que el líder populista debe ignorar para poder prometer mayor bienestar a las masas, no será superado.
Los populistas son, por lo mismo, siempre anti capitalistas y anti libertarios. El capitalismo o "neoliberalismo", dada su fría racionalidad de lo posible, debe abiertamente ser denunciado como enemigo y el régimen de lo estatal o de lo "público", como le llaman eufemísticamente los promotores de la refundación, es presentado como la panacea solidaria que garantizará prosperidad e igualdad para todos. Típicamente, para avanzar este mensaje utópico los populismos cuentan con líderes carismáticos capaces de sintonizar con la masa. En general, estos líderes carecen de todo fondo. Es decir, son ignorantes sobre los asuntos de Estado y desconocen los más elementales principios económicos, pero saben cómo conectar con el público. Son seductores, simpáticos, empáticos, divertidos y hablan mucho sin decir nada.
A diferencia de los intelectuales que los apoyan, no tienen ideas, sino a lo más ocurrencias del minuto y un discurso que combina la denuncia con ofertones de diverso tipo. Como es obvio, una vez en el poder, nada de lo prometido se cumple.
Los populistas, que en su discurso sobreexplotan conceptos de alta carga emotiva, como "democracia", "igualdad" y "justicia social", utilizan el Estado para amedrentar, desacreditar y perseguir a opositores y potenciales amenazas a su proyecto. Así, van destruyendo las bases de la convivencia democrática y concentrando el poder en sus manos. Sus políticas económicas generan efectos desastrosos, pero el régimen se mantiene mientras tiene recursos para seguir comprando apoyos. Alzas de impuestos, inflación y deuda pública se utilizan típicamente para satisfacer las expectativas creadas. Salvo que se encuentre en medio de un boom de commodities , los populismos llevan a un colapso de la inversión, del crecimiento y de la tasa de empleo. Los líderes populistas hacen paralelamente del Estado un botín con el cual llenarse los bolsillos, y los de sus parientes y adláteres. Así se produce una captura de todos los niveles del aparato público, todo en nombre del "pueblo", que en buena parte pasa a ser también un dependiente de la repartija estatal.
Cuando un país entra en la senda populista es muy difícil que salga de ella. La lógica del conflicto ya instalada debe ser agudizada para justificar el fracaso populista, los diversos grupos de interés que viven del Estado luchan cada vez más desesperados por su cuota de privilegios, el discurso de intelectuales que culpan a otros del desastre de su proyecto se torna más agresivo. Según ellos, toda la crisis se debe a conspiraciones externas e internas y a que falta más Estado aún. Pasado un cierto punto, la espiral populista se torna inmanejable. Es importante tener claro que el populismo no es solo una forma de llegar al gobierno y ejercerlo; es una cultura. Es la cultura del todo gratis, de la fe ciega en el Estado y su líder carismático, de culpar siempre a otro por las propias desventajas, de agarrar lo que se pueda mientras se pueda, de la intolerancia y amenaza al que opina distinto y de la legitimación de la violencia para avanzar intereses gremiales.
Un país en que un régimen populista se instaló es, por lo tanto, un país con un problema de fondo, que no se arregla con un mero cambio de gobierno. Es un país con un problema cultural que atraviesa, desde las élites, hasta los grupos medios y bajos de la sociedad. ¿Cuánto de todo esto se está viendo hoy en Chile? Más de lo que jamás alguien imaginó hace una década. La pregunta es si acaso el deterioro que llevó a la situación actual será reversible, o si el país se ahogará definitivamente -como nuestros vecinos- en el fango del desorden, el conflicto y la mediocridad.
Director Ejecutivo de la Fundación Para el Progreso (Chile) y miembro de Young Voices (Berlín, Alemania). Publica regularmente sus trabajos en el sitio web en español de The Cato Institute.