INTERNACIONALES: ADAM ALLOUBA

Canada: la política económica reprime a la innovación

En gran medida, gracias a su abundante provisión de petróleo, la economía canadiense...

05 de Abril de 2015
En gran medida, gracias a su abundante provisión de petróleo, la economía canadiense se ha convertido en los últimos tiempos en la envidia del globo. Cuando el precio del crudo comenzó a precipitarse, en agosto de 2014, lo propio sucedió con las previsiones económicas del país. Los pronósticos de crecimiento se vieron recortados, el dólar canadiense se desbarrancó, y el primer ministro Stephen Harper dejó de lado su latiguillo sobre que Canada era una 'emergente superpotencia energética'. Harper intuyó que el siguiente presupuesto federal se focalizaría en empujar al sector manufacturero, pero los canadienses deberían preguntarse si acaso era apropiado para el gobierno decidir qué industrias deberían florecer y cuáles diluírse.
 
Cuando los legisladores formulan la política industrial, están buscando efectivamente determinar el curso de la economía. Los negocios y las industrias juzgados como merecedores de apoyo rapiñarán recompensas tales como créditos impositivos o subsidios, mientras que aquellos que quedarán en espera serán penalizados con contribuciones o con abiertas restricciones legales. El problema es que aquellos en el poder carecen de talentos especiales para hacer predicciones. A pesar de sus hordas de servidores civiles y consultores navegando en montañas de información, el futuro se les presenta tan misterioso como a cualquiera.
 
Una política de desarrollo para el transporte diseñada en 1900 hubiese promovido caballos, trenes y barcos de vapor. Una política sobre comunicaciones rastreable a 1930 hubiera puesto el énfasis en radios y teléfonos. Y una política sobre tecnología de 1960 hubiese asumido que las computadoras ocuparían habitaciones enteras. El traslado aéreo, el email y las laptops nunca hubieran lleado a la mente de nadie, por la sencilla razón de que todavía no existían. En cada caso, la ingeniería política de la economía conduce a un marco de políticas públicas que crea privilegios para tecnologías actuales, en desmedro de tecnologías futuras aún no conocidas.

Pero no solo los desarrollos tecnológicos futuros son desconocidos, sino la evolución en la preferencia de los consumidores. Previo a Levi Strauss, ¿acaso alguien esperaba que el denim y los blue jeans se volverían omnipresentes? ¿Cuántas personas pronosticaron el surgimiento del rock'n' roll, anticiparon que el mercado de los condominios o apartamentos despegaría, o supieron que la comida india lograría expandirse por todo el mundo? Cada desarrollo tecnológico y cada modificación en las preferencias populares conlleva consecuencias económicas profundas, conforme los individuos cambian sus patrones de consumo. Los productores deben ajustarse rápida y eficientemente, a criterio de estar a la altura de las modificaciones en los gustos, pero pierden su capacidad de adaptación cuando se ven obstaculizados por políticas económicas diseñadas para un combo de circunstancias extemporáneo.

Complementariamente a su incapacidad para ver el futuro, los políticos también sufren de otros males. Aún portando información perfecta, carecen de la sabiduría y la imparcialidad requerida para divisar políticas que sirvan al bien público. No pueden anticipar las consecuencias imprevistas de sus acciones, como ser las regulaciones sobre la eficiencia de combustibles, que alientan a la producción de vehículos más pequeños y livianos -y, por ende, menos seguros-, conduciendo a muertes en las rutas que podían ser evitadas. O también pueden abandonar cualquier pretensión de avanzar en la promoción del bien público, en lugar de responder a incentivos creados por nuestro sistema electoral, para perseguir sus propios intereses, a expensas de los contribuyentes -por ejemplo, al subsidiar a industrias de núcleos pertenecientes al 'voto de los ricos'.
 
En la práctica, todo esto significa que, si acaso los políticos hacen lobby en Washington para aprobar el gasoducto Keystone, o si lo hacen para otorgar rescates financieros a la industria automotriz, en realidad están jugando a aprendices de brujo con un complejo sistema económico cuyo mecanismo no pueden comprender. Estos tomadores de decisiones son culpables de lo que el gran economista Friedrich Hayek calificó como la 'concepción fatal': la noción de que pueden dar forma al mundo que los rodea, con el objetivo de que éste se ajuste a sus deseos y aspiraciones. De tal suerte que, antes que construir una economía mejor, es inevitable que, en lugar de ello -y por intermedio de equívocos- alentarán la producción de bienes cuya demanda rápidamente caerá; o bien paralizarán a alguna industria a la que, si se le permitiera operar sin interferencias, podría generara ingentes cantidades de riqueza y empleos.

Peor todavía: los costos de estos errores no solo nacen de los políticos y burócratas que los diseñan, sino de todos nosotros -por cuanto nos encontramos viviendo forzadamente bajo sus reglas. Mejor que ponderar si acaso el primer ministro se preocupa demasiado sobre el petróleo, o de si se muestra lo suficientemente apasionado en relación a la industria manufacturera, en lugar de ello deberíamos exigir que él y sus pares expresen preocupación por la economía canadiense; abandonando la planificación económicoa en el sector público y, sencillamente, quitándose de en medio.


Traducción al español: Matías E. Ruiz | Artículo original en inglés, en http://bit.ly/1IBvuRj

 
Sobre Adam Allouba

Es Abogado comercialista en Montreal, Quebec, y director del Instituto de Estudios Liberales (Institute for Liberal Studies, asociado de Atlas Network). Es titulado en Historia y Ciencia Política de McGill University. Patrocinador del movimiento Québécois Libre.