Sobre la agresión rusa y otras fábulas
Moscú ya ha dejado de ser la capital de un 'imperio maligno'. ¿Por qué Washington sigue atascado en un pensamiento al estilo Guerra Fría?
Cuando el tópico de las catástrofes estadounidenses en materia de política exterior emergen, la palabra 'Irak' viene, de súbito, a la mente. Pero la equivocada invasión de una tierra en franco abandono por parte de George W. Bush no provocó, en rigor, un daño irreparable a los Estados Unidos. Esto no implica trivializar los costos de aquélla, incluyendo los billones de dólares y las muertes de miles de estadounidenses -sumados a cientos de miles de iraquíes- sino que, a fuer de ser honestos, lo cierto es que el territorio continental de Estados Unidos no fue atacado, ni colapsó su economía, lo cual hizo de Irak una guerra que jamás debió pelearse (aún cuando no haya sido una derrota en términos históricos).
Uno piensa con menos frecuencia en Rusia, toda vez que se examinan los fracasos en la política exterior estadounidense. En 1991, Rusia era una superpotencia. Hoy, esa calificación deriva en una conveniencia, cuando alguna persona en el poder requiere justificar gastos de armamento o el inicio de una nueva serie de intervenciones militares en sitios lejanos. Gran parte de la interacción negativa entre Washington y Moscú se ve motorizada por el consenso entre legisladores, los medios de comunicación occidentales, y las muchedumbres participantes al respecto de que Rusia, otra vez -o quizás lo es y lo será siempre- el enemigo du jour. Pero, con frecuencia, se ignora o bien se olvida el hecho de que Moscú, aún en el Estado reducido del que ahora es parte, sigue en control del único recurso militar en el planeta con capacidad de destruir a los Estados Unidos, sugiriendo que la cautela debiera imperar cuando alguien se propone perturbar al oso.
En honor a la verdad, la poca predisposición a tomar medidas tras 1991 para asistir a Rusia en su transformación postcomunista, a criterio de que pudiese arribar a un Estado seguro, estable y próspero -modelado sobre Occidente-, ha sido el fracaso más significativo de la política exterior americana, perpetrado tanto por Administraciones republicanas y demócratas en los últimos treinta años. La recurrente expoliación de los recursos naturales de Rusia -ejecutados por personeros occidentales, en mancomunidad con elementos de la oligarquía local bajo Boris Yeltsin-, la expansión de las fronteras de la OTAN hacia las puertas de Rusia (iniciada por Bill Clinton), y la interferencia en los asuntos internos rusos por parte del gobierno americano (incluyendo el Acta Magnitsky), han contribuído a explotar la vulnerabilidad rusa, produciendo una serie de gobiernos en Moscú que se tornaron cada vez más paranoicos y poco inclinados a cooperar con lo que ellos entienden es un Washington amenazante.
Incluso se han registrado deslices e insultos innecesarios a lo largo del camino, como ser una serie de sanciones sobre funcionarios rusos y un desprecio a la posibilidad de asistir a las Olimpíadas de Sochi -solo para citar dos ejemplos. La deriva de los promotores de la democracia en Washington y hegemonistas de proyección global, trabajando juntos para empujar a Ucrania hacia la esfera de influencia político-económica occidental, fue un craso error de juicio, conforme fracasaron a la hora de notificarse -o bien no les importó- de que lo que sucede en Kiev es de interés vital para Moscú. Amén de esta realidad, la Administración Obama -que respaldara recientemente el, de alguna manera, bizarro ingreso de Montenegro en la alianza OTAN, ya trata a Georgia y a Ucrania como si fuesen miembros de facto. Hillary Clinton, quien supo comparar a Vladimir Putin con Adolf Hitler, ha buscado allanar el camino para que aquellas dos naciones sean miembros plenos de la Alianza Atlántica. No hay forma de que esto logre que los estadounidenses se sientan más seguros -antes bien, se lograría lo contrario, en tanto Estados Unidos se respalda en el Artículo V para defender a ambos países. Moscú, por su parte, se vería forzado a reaccionar ante semejante expansión.
Casi todo lo que Rusia hace es evaluado como negativo o, cuando menos, amenazante por la Casa Blanca, el Congreso y los medios de comunicación estadounidenses. Vino a mi mente esa predilección al repasar los recientes relatos del 'acoso' ruso de diplomáticos en el extranjero. La historia describió cómo, en cierta oportunidad, un oficial de una embajada estadounidense que regresaba al edificio en un horario nocturno, fue desafiado por un guardia ruso, y sobrevino un intercambio. En otros incidentes, se habla de departamentos de empleados americanos allanados, e incluso se afirmó que se había dado muerte a una mascota. Los incidentes son, desde luego, deplorables; pero no son inusuales en el mundo en que espías y cazadores de espías interactúan.
La vieja KGB era -y la organización que la sucedió, el FSB, aún lo es- adepta a trucos lindantes con el seguimiento de oficiales de inteligencia sospechosos, volviéndolos menos efectivos, seguidamente forzándolos a preocuparse por espionaje hecho sobre ellos aún cuando éste no se llevara a cabo. De mi época de entrenamiento en la CIA en los años setenta, recuerdo relatos que versaban cómo un oficial de la agencia había estacionado su vehículo en una calle de moscú para, al regresar, percatarse de que había sido robado. El auto aparecería luego en un descampado, a cien millas del sitio donde fue sustraído, sin observarse huellas de los neumáticos: había sido elevado y transportado en helicóptero. En otros casos, un oficial regresaba a su departamento, descubriendo que todos sus libros habían sido reacomodados... en orden alfabético, o bien sucedía a veces que la cena había sido preparada y dispuesta sobre la mesa. El FBI hacía ese mismo tipo de cosas a agentes sospechosos de pertenecer a la KGB o al GRU en los Estados Unidos -una forma de advertirles que estaban siendo observados y que el Bureau sabía qué estaban haciendo. En el mundo de la inteligencia, estos relatos son moneda corriente pero, en los medios americanos, el último round del juego Espía versus Espía es descripto como otra señal del comportamiento digno de bárbaros, por parte de los rusos.
El punto es que los rusos no estarían, precisamente, percatándose de lo que está sucediendo, y que extraen hoy sus propias conslusiones sobre lo que deben hacer para defenderse. Nadie, salvo quizás la Secretaria de Estado Victoria Nuland y la familia Kagan, desean una guerra, pero Moscú está siendo acorralado, mientras se multiplican las voces rusas en contra de una détente ante Washington -y mientras Washington parece mostrarse interesado en humillar a Moscú, como parte de un nuevo proyecto de cambio de régimen. Numerosos líderes militares rusos han comenzado a estimar que la recurrente expansión de la OTAN significa que EE.UU. busca la guerra, y tanto Vladimir Putin como sus generales advierten que el recurrir a las armas fácilmente podría derivar en un empleo de armas nucleares, conforme Moscú utilizará todo lo que tiene para ejercitar su defensa. Putin es, incidentalmente, la voz de la moderación, provisto que aspira a una relación positiva con Occidente -postura que se ocupó de reiterar en su mensaje del 4 de julio al Presidente Barack Obama.
Los generales rusos no son optimistas respecto de lo que se les viene encima. Se muestran inseguros, acaso porque se han notificado de su propia inferioridad militar, y no ven otra cosa que hostilidad desde Occidente, incluyendo evidencia de que generales estadounidenses han colaborado para fabricar amenazas rusas en Europa para forzar una reacción americana. Los rusos comprenden que la acumulación de fuerzas en ambos lados de la frontera -que ha resultado en el choque de intereses- produce inestabilidad, y que comporta un impredecible peligro. Los militares rusos justifican su réplica, basados en lo que clara y ambiguamente han observado, y en lo que se escucha. Pero, cuando los poderes occidentales testean las fronteras rusas con sus navíos de guerra y sus aeronaves de vigilancia, afirman que es Moscú quien agrede cuando envía un avión de combate a monitorear tales actividades.
La OTAN ahora ha decidido acoger cuatro batallones multinacionales con soldados aptos para combate en Europa Oriental, a lo largo de la frontera rusa -en lo que constituye el primer despliegue de tropas desde la caída del Muro de Berlín. Washington, en su propia óptica, se describe como una potencia que actúa defensivamente, con pureza de motivos, mientras que Moscú siempre acciona desde el error -pero el Ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergey Lavrov, observa que no es su país el que moviliza soldados hacia las fronteras para confrontar con Occidente. Imagínese por un momento el escenario inverso, en el que un crucero misilístico ruso se posicione apenas fuera de los límites territoriales marítimos, en cercanía de Boston o Nueva York, o bien que despliegue una brigada de infantes de marina en Cuba. E imagínese cuál sería la reacción estadounidense en tal caso.
La errada política de Washington hacia Rusia, tanto bajo presidentes republicanos y demócratas, comporta el potencial para convertirse en la mayor catástrofe internacional de todos los tiempos, con el riesgo de terminar con la vida humana como la conocemos. El expansionismo de OTAN y la reiterada promoción de una falsa narrativa de que Rusia busca recrear la ex Unión Soviética, sugieren a los líderes de ese país que Washington es un enemigo implacable. La postura belicista fortalece, inadvertidamente, a los nacionalistas duros de Rusia, en tanto que debilita a aquellos que persiguen fórmulas para entenderse con Occidente.
Solo el vilipendiado Donald Trump evalúa la situación con algún atisbo de claridad. Hablando la pasada semana en Moscú, su consejero en política exterior, Carter Page, expresión (en palabras de ABC News) que 'Estados Unidos se ha comportado de manera declaradamente hostil contra Rusia, y (...) la culpa de las tensiones actuales reposa mayormente en el gobierno estadounidense'. Carter se hizo 'eco de los propios ataques de Trump contra el consenso de Washington en materia de política exterior, sugiriendo que el análisis compartido por expertos y funcionarios al respecto de Rusia exhibe un sesgo anti-ruso y que, periódicamente, han perpetuado tendencias con foco innecesariamente puesto en la Guerra Fría'.
En rigor, Rusia no es inocente en el juego de las relaciones internacionales. Pero la animosidad constante que se ha enfocado sobre Rusia desde la Administración Obama continuará, probablemente, bajo la eventual presidencia de Hillary Clinton. Y tal visión debería considerarse demencial, en virtud de que las consecuencias del juego -una posible guerra nuclear- son inabarcables.
Artículo original en inglés, en http://www.theamericanconservative.com/articles/russian-harassment-and-other-fables/ | Traducido y republicado con permiso del autor y de The American Conservative magazine (Estados Unidos)
Especialista en contraterrorismo; ex oficial de inteligencia militar de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de América (CIA). Se desempeña como columnista en medios estadounidenses, y como Director Ejecutivo en el Council for the National Interest. Giraldi es colaborador frecuente en Unz.com, Strategic Culture Foundation y otros. En español, sus trabajos son sindicados con permiso en El Ojo Digital.