Read this article in English, by clicking here: The Lies... and the Eyes... of Ukraine.
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Continuado de las primeras dos entregas, en los siguientes links:
- Destino: Ucrania; primera parte. La ignorancia sobre la guerra.
- Destino: Ucrania; segunda parte. ¿Se rebelará Polonia?
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No permitas que te olvide.
Gabriel García Márquez.
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-Lviv, Ocrania occidental.
Las realidades de esta guerra, conforme quien esto escribe lo esperaba luego de arribar dos semanas atrás, han sido halladas lentamente, en los rostros, en las voces y muy inmersas en la profundidad de los ojos de aquellos que se vieron afectados por aquélla. Ello son, mayormente, los inocentes; aquellos que tienen una historia para compartir, y que no escatiman en palabras para hacerlo.
Las siguientes 96 horas revelarían sus horrores individuales.
Tras un periplo de cinco horas, apretujado en una camioneta repleta de alimentos e insumos médicos, llegamos a Lviv, Ucrania. Ahora, me siento junto a otros apasionados colegas en una larga mesa de madera, modestamente cubierta, y preparada en homenaje a nuestra bienvenida. Tomamos nuestros respectivos lugares, alimentándonos con el que convinimos era el mejor plato de espaguetis con salsa que hubiésemos podido disfrutar. Estábamos famélicos. Nuestros anfitriones se mostraban muy felices ante nuestra presencia.
Disfrutamos de la velada en un amplísimo vestíbulo pintado de blanco, frente al altar de una antigua iglesia católica, castigada por el paso del tiempo pero aún en uso por nuestro anfitrión, Roman -hoy parte de una hermandad con presencia mundial conocida como la Capilla de la Adoración (Praise Chapel). Fui invitado por su fundador, John McGovern, con quien tuve la buena fortuna de tropezarme al llevar a cabo entrevistas a refugiados en la Estación Central de Varsovia -punto de llegada de muchos aquellos que huían de esta guerra, y donde tres enormes carpas blancas dotadas de personal de asistencia ofrecían alimentos, víveres y refugio para quienes llegaban procedentes de suelo ucraniano.
Buscaba yo conversar con refugiados, pero muy pocos de ellos hablaban inglés.
En zonas de conflicto, prácticamente no resulta posible funcionar como periodista neutral, respaldado ciento por ciento en hechos. En los ojos de los afectados, la objetividad es percibida como un extremo de los polos de la guerra; Oriente u Occidente. En tal sentido, la lección más importante por mí recogida en el Líbano y en Turquía fue la que ordena formular muchas, muchas preguntas y, al mismo tiempo, mantener la boca bien cerrada.
Pero, fundamentalmente, escuchar. Y observar cada detalle.
Muchas de las personas que conocí aquí en Lviv o mientras caminaba las calles de Varsovia, habían experimentado esta guerra, pero desde su periferia al oeste del Río Dniéper, con Kyiv en su extremo norte, en cercanías ya de Bielorrusia. Esto no significa que no hayan sido afectados, o que no transiten emociones fuertes. Pero está en los ojos de aquellos entrevistados que supieron trasladarse hacia el oeste, el modo en que fueron azotados internamente por el conflicto -siendo los ojos de la persona, ventanas hacia su alma.
Mientras entrevistaba a muchos, me concentraba yo en sus ojos, para confirmar las múltiples verdades que me compartían. En toda oportunidad, me forcé a recordar el episodio de 2018, en el que un curtido miliciano de Hezbolá me dijo, situado en la frontera hecha trizas entre Israel y el Líbano -territorio que miraba hacia las tierras cultivables robadas por Tel Aviv:
'Cuando uno ve a su primer compañero morir, recordará eso para siempre. Cuando un hombre ve morir a otro, cuando ve cómo exhala su último suspiro y luego deja de moverse... eso se queda para siempre, en los propios ojos'.
Y he visto esa mirada. En el Líbano. En Turquía. En aeropuertos, en los rostros castigados de soldados de uniforme regresando de la guerra: es la 'mirada lejana' (thousand-mile stare), oteando siempre hacia la nada, con un cigarrillo sin encender en la mano izquierda, con sus protagonistas encerrados en sus profundos pensamientos, apoyando el mentón hacia un costado, acaso como único apoyo.
En los cuatro días por venir, habría yo de asistir como testigo a esa mirada, en tres oportunidades más.
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En oportunidad de trasladarme a Lviv, Paul, yerno de John McGovern, y que se desempeñara como nuestro chófer y miembro senior de la Capilla de la Adoración, se sentó cerca de James, quien portaba una escopeta. El segundo es un joven veterano que ha visto la guerra y que perdió a uno de sus mejores amigos en Afganistán. James llegó aquí para dar inicio a una extracción militar de personas desconocidas, conforme, con frecuencia, no me simpatiza formular preguntas estúpidas.
Tanto Paul como James en efecto comprenden bien el contexto y las razones que le han ofrecido pocas alternativas a Rusia, no quedándole otra salida que garantizar su propia seguridad frente a la expansión de la OTAN -en razón de la defensa de sus intereses nacionales-, al tiempo que se dedicó a proteger a los salvajemente atacados ucranianos del este, más rusos que ucranianos en lo que respecta a cultura e idioma. Conforme lo diría el propio James: 'Cuando la guerra comenzó, pensé que Putin era un gran maestro de ajedrez. Pero he cambiado esa opinión. Ahora, está perdiendo'. Reconoce que su opinión no es muy popular en la cena familiar en Georgia, EE.UU., y que se respalda en información de inteligencia del gobierno estadounidense. pero, en un punto, ambos estamos muy de acuerdo: ambos odiamos esta guerra.
A pesar de que los medios de comunicación occidentales insisten en que la familia de Zelensky permaneció en Kyiv, Ucrania, para dar su apoyo, probablemente eso no sea cierto. Sacando conclusiones tras conversar con mi cristiano anfitrión pocos días atrás, es ciertamente probable que James y su equipo, que ahora esperan por él en Lviv, supieron completar la operación de 'extracción' (en la jerga militar, 'exfil') de la hija de Zelensky, desde Kyiv a Lviv, dos semanas antes. James no tuvo problemas a la hora de reconocer que su presencia aquí se relacionaba con una misión similar.
Mientras que nuestros pares sentados cerca nuestro escuchaban, el decoro y la camaradería construídos por mi pasión por la conversación inteligente, me impidieron de desafiar a Paul y a James al comentar ellos algunas de las informaciones y opiniones que llevaban consigo. Rara vez me he cruzado con mejores personas que ellos; sin embargo, en nuestro diálogo faltaban muchas piezas, y he decidido guardármelas para mis adentros, por cuanto cualquier desliz en un comentario -formulado en la dirección incorrecta- hubiese puesto fin a la amistad, tal como lo ilustráramos en la primera entrega de la presente serie.
Aún debo hallar un salvoconducto hacia Ucrania oriental, de tal suerte que he ofrecido a nuestros anfitriones mis limitados conocimientos de práctica médica, y una espalda fuerte para trasladar insumos hacia el este. En razón de los distintos peligros, los stocks de insumos y alimentos están siendo acopiados en Lviv. Los riesgos no son, precisamente, de origen ruso.
Zelensky, desesperado por tropas luego de acusar su país masivas pérdidas, abrió las puertas de las cárceles situadas al oeste ucraniano para permitir la salida de criminales. Luego, los dotó de armas, abrazado al descabellado convencimiento de que, a pesar de su brutal encierro, los reos tomarían parte por Ucrania y utilizarían ese armamento en el frente oriental. Dijo Zelensky que la decisión se limitaría a aquellos prisioneros que tuvieran experiencia en combate, pero terminó siendo falso: ese grupo era muy pequeño, en razón de que, amén de los raíds perpetrados contra el Donbas -un delito sancionado-, la actual era la primera guerra ucraniana. Sin que ello representare sorpresa, muchos emplearon sus armas para explotar su flamante libertad, dirigiéndose hacia el oeste y, así, incurriendo en una nueva oportunidad criminal. En la guerra, con frecuencia los insumos médicos valen su peso en oro. De tal suerte que el material de asistencia tiene ahora otro problema al cual hacer frente, no solamente la amenaza rusa.
A pesar de tanta distorsión mediática -que patrocina lo contrario-, Lviv, situada ocho kilómetros de la frontera con Polonia, sólo se ha visto afectada por el conflicto en razón de su proximidad, y por el empleo de armamento militar que circula, acopiado por mercenarios extranjeros en los extramuros de la urbe. Lviv fue golpeada por misiles rusos, pero estos ataques fueron dirigidos específicamente contra objetivos militares. No se han conocido víctimas civiles, y así lo certificó el propio alcalde de la ciudad, en múltiples posts en la red Telegram -censurados por los medios occidentales. Sin embargo, cuando los misiles se precipitan, todo mundo se entera. Vienen acompañados de explosiones de magnitud.
Tres días atrás, me reuní con Michael, otro miembro del grupo cristiano. El se encontraba en Lviv durante la noche en que Joe Biden compartió el discurso del 26 de marzo, instancia en la que tres misiles rusos destruyeron una zona industrial dedicada a la manufactura de municiones, resultando destruída también una instalación de procesamiento de lubricantes. Las fuentes de rigor refirieron que esa locación también era empleada para almacenar municiones proporcionadas por Occidente. 'La explosión nos sacó de la cama', me dijo Mike el domingo. Pero ello no fue sorpresivo, en virtud de que Sergei Ryabkov, de la Cancillería rusa, había advertido el 13 de marzo que 'la decisión estadounidense de proceder con el despacho de armamento desde algunos países no sólo es una maniobra arriesgada; es una acción que convierte en objetivos legítimos a los convoys que transportan esas armas'.
Asimismo, hablé con un trabajador de asistencia humanitaria que se desempeñaba en Lviv, y que operaba en el pueblo cercano de Deliatyn, en la región Ivano-Frankivsk -a cincuenta kilómetros de la frontera con Rumanía- el 18 de marzo, cuando Rusia utilizó por primera vez un misil hipersónico que, aproximándose a una velocidad de Mach 5.5, impactó de lleno en un búnker subterráneo. El mismo contenía misiles ucranianos tierra-tierra y misiles para despliegue desde jets de combate, todos ellos donados por Occidente. De acuerdo a informes, también se hallaban allí unos doscientos mercenarios, enviados para entrenamiento básico. La explosión vista en vídeo fue colosal. Dijo Vincent: 'Nuestro hotel se conmovió hasta sus cimientos, y eso que estábamos a más de veinte kilómetros del sitio. Todo se cayó al suelo, como si se tratase de un terremoto. Gracias a Dios, sólo fue una explosión'.
La totalidad de las municiones -y también los mercenarios- fueron vaporizados de un instante, amplificándose los horrores de la guerra en el cuadrante oriental. No hubo civiles entre los heridos.
A pesar de estos ataques, Lviv vive normalmente. Veo que los comercios se mantienen abiertos, mientras la gente camina con normalidad sus calles; lo propio sucede con los buses y los trenes, circulando ellos como cualquier día. Esto consigna que el público sabe por experiencia que Rusia no está intentando victimizar a civiles inocentes que residen en Lviv; en lugar de ello, Moscú sanciona el empleo de munición de precisión para, exclusivamente, concentrar los ataques contra objetivos militares.
Finalizada nuestra cena, nos dio la bienvenida Antone, quien, según él mismo declarara, había retornado recientemente de Odesa, en el oriente. Mosha, ucraniana, era la única mujer que nos acompañó en el viaje. Nos tradujo lo apuntado por Antone, con sus relatos sobre rusos en combate. Es extrovertido y afable siempre, y nos ha compartido anécdotas sobre cómo escapó de los soldados rusos, a los que repetidamente atacó con fuego de su fusil de asalto y con un lanzagranadas donado.
Este es el hombre que bien podría tener mi vida en sus manos, cuando proceda yo a asistir con el traslado de insumos hacia el este.
Finalmente, presto toda mi atención. En lo que respecta a mi condición de periodista, mis colegas han jurado mantener el secreto sobre mi profesión, para mantenerme a buen resguardo. Así lo han prometido. Así que, mientras Antone prosigue con su relato, ocasionalmente le pido a Mosha que traduzca alguna pregunta estratégicamente benigna de mi autoría, para pasársela a él.
Al margen, un hombre de rostro duro permanece en silencio junto a nosotros. Mientras el relato de Antone continúa, en ocasiones observo al personaje. Hay algo evidentemente malo con este hombre, y su relato.
Pero es entonces cuando este señor cruza su mirada con la mía, y me la devuelve. Ya sé lo que no está bien con él: es un narrador de historias.
Ahora, el hombre silencioso se da la vuelta, y se retira. Sin decir adiós, ha partido. Pero me dedica una mirada por última vez en el viaje, y veo nuevamente la inequívoca aflicción de la guerra. Es la mirada.
Mientras Antone completa su narrativa, me ocupo de formular nuevas preguntas; ya no para intentar verificar su testimonio, sino su rostro -sonríe y habla con velocidad. No pondré mi vida en riesgo con él. No; él no ha visto la guerra.
A diferencia de aquel hombre que se mantenía en silencio, en Antone no veo... esa mirada antes descripta.
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Finalizados nuestros asuntos en Lviv, nosotros, los trabajadores humanitarios, nos dirigimos a la camioneta para dar inicio a nuestro largo retorno hacia Varsovia. Queda una butaca vacante en el vehículo.
De pronto, se conoce la noticia de un nuevo impacto de misil en Lviv, gracias al teléfono de Mosha...
Comienza a nevar. Extraño en esta temporada de final de primavera, a comienzos de abril. Casi un testimonio natural que cae sobre nosotros, relativo a esta maldita guerra...
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A lo largo de las pasadas dos semanas, he oído demasiado. Sin embargo, me encuentro en el oeste de Ucrania una realidad bastante diferente de la del oriente, en donde la verdadera guerra truena ciudada tras ciudad, hora tras hora. Varsovia se exhibe repleta de los fulgurantes amarillo y azul claro ucranianos, en la forma de insignias que apoyan la causa de ese país. Los vendedores las comercian en numerosas esquinas, y sus colores adornan los escaparates, las tiendas, los buses, el mobiliario público, el tren subterráneo, y son repetidos en televisión cada diez minutos en informerciales que apoyan el esfuerzo bélico ucraniano.
Aquí, en Varsovia nuevamente, el grueso de los refugiados, con la excepción de quienes llegaron d Kyiv, se han ido, debido a ese miedo comunicacional que se repite por todo canal existente. Muchos lo admiten en total libertad. Sí; tienen familias en suelo ucraniano y han oído mucho también, pero la mayoría defienden su propia opinión, desde años antes del inicio de las acciones bélicas: son anti-Rusia. El sentimiento es sustancialmente diferente en el este. Mientras miro las noticias vespertinas, el recepcionista de mi hotel me traduce rápidamente la narrativa emitida, ciento por ciento occidental. Andrew, mi traductor y amigo -ucraniano- me escribe mensajes al móvil en horarios extraños, con información originada en el este, y rápidamente queda claro que los medios, tanto en Ucrania como en Polonia, han embarrado intencionalmente los hechos de la guerra.
Zelensky ha prohibido toda cobertura de los medios de comunicación en Ucrania, con excepción de uno, y las narrativas alternas que favorecen la paz son, en rigor, una sentencia de muerte. La guerra es la única opinión sancionada como permitida. Hablar de paz, puede lograr que Usted sea puesto bajo arresto -o que le disparen.
Así se comprobó este pasado 14 de abril cuando Viktor Medvedchuk, dirigente político ucraniano que había sido elegido como legislador el 29 de agosto de 2019, y con el Mayor General Valery Shaytanov, del Servicio de Seguridad Ucraniano (SBU): ambos fueron arrestados, bajo la formulación de sospechosos cargos de 'traición'. Todos los medios occidentales se hicieron eco de las acusaciones, refiriéndose falsamente a ambos hombres como 'aliados de Putin'.
Todo lo cual fue una verdadera tontería. Confirmé este detalle recientemente con un contacto estadounidense desplegado en Ucrania (a quien nos referiremos en la próxima, cuarta entrega), en un llamado telefónico -y quien conoce a los dos señores a la perfección.
El verdadero delito incurrido por ambos fue haber cometido el error de sugerir que Ucrania posiera fin a los combates, aceptando firmar la paz. Ambos conocían bien la verdad: el ejército ucraniano está perdiendo hombres a raudales; lo propio sucede con su material bélico, y con la capacidad para reponerlo. La recurrente purga de pacifistas y 'anti-heroísmo' de Zelensky comenzó dos semanas atrás, con el despido de Naumov Andriy Olehovych, ex jefe del Departamento de Seguridad Interior de Ucrania, y de Kryvoruchko Serhiy Oleksandrovych, ex jefe de la Oficina del Servicio de Seguridad para Ucrania en la región de Kherson. Estos dos hombres también fueron sentenciados por haber sugerido abrazarse al nuevo delito 'de moda' en Ucrania: la paz.
Para Zelensky y OTAN, el objetivo es continuar la guerra hasta sacrificar la vida del último ciudadano ucraniano.
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Siento frustración. Mi objetivo de llegar al este, donde descansan los verdaderos relatos sobre las atrocidades -que serán relatados eventualmente por los refugiados-, se ha topado con la realidad en el terreno. La embajada rusa en Varsovia ha cerrado sus puertas. El personal está quemando toda documentación existente, previo a partir. Presuntamente, la visa que tramité para trasladarsme a Rusia es parte de esa hoguera.
A pesar de mi cercanía, casi no pasa un día en el que no reciba yo videos y fotos sobre los horrores que tienen lugar en el Donbas y en el este. Mi información de contacto es fácil de hallar y, desde el inicio de esta serie de piezas periodísticas, he recibido toneladas de mensajes en Instagram, Telegram, Tic Toc y WhatsApp, pidiéndoseme que comparta ese material con nuestra audiencia.
Sin embargo, me rehúso a mirarlo. Tanto los vídeos como las fotos pueden ser retocados, y empleados para torcer la mirada de cualquier periodista en la dirección incorrecta -alejándola de la información objetiva. Esta guerra ya se ha transformado en un horrendo show de basura inspirada por los medios de comunicación, y me niego a ser parte del mismo. Así es que me he decidido a archivar ese material, sin mirar nada de él, pues ya sé lo que contiene: horror puro. No necesito verlo, ni oírlo.
Sólo quizás por única vez.
Durante mi estadía en mi primer hotel, conocí a Lee. Fue raro curzarse con quien hablara inglés allí; me detuvo, preguntando por información. A su vez, hice lo propio con él.
Lee reconoció ser un mercenario estadounidense -ex Airborne-, rentado -como James- para extraer personas desconocidas de un área lindante con Kyiv. Lee reconoció que la filosofía nazi es una realidad en muchos de los hombres de las fuerzas armadas ucranianas; por su parte, él se encuentra bien pago por sus servicios, de modo que el asunto no le compete. Sin embargo, Lee parece mostrarse escaso en información de inteligencia americana, provisto que sus preguntas se relacionan mayormente con rutas y fuerzas militares más allá de Kyiv. Pero no pude contestar a nada de lo que preguntaba, puesto que mi conocimiento versaba más sobre la situación en Lviv.
Lee parece encontrarse fuera de lugar aquí. Lo interesante es que preguntó si contaba yo con algún contacto que ofreciera equipo de protección, como camperas de uso militar y cascos. Le advertí sobre los peligros, no encarnados por los rusos que mayormente fueron desplegados al este de su objetivo, sino más bien por los riesgos presentados por los ucranianos. Días antes, Andrew, mi traductor, me había enseñado vídeos, comentándome: 'Este hombre que está siendo sujeto a tortura habla ruso. Sus homicidas hablan ucraniano', acaso en un esfuerzo por instruírme.
Nuevamente, me rehúso a prestar mayor atención a esos vídeos.
Pero Lee parece ser un buen chico, aunque demasiado contaminado por la bravata inspirada por los Estados Unidos. Para ayudar, le comenté sobre los clips de Andrew, aún cuando todavía no los había yo visto. Lee no me cree, y me pide que se los muestre. Hago scroll en mi teléfono móvil, y Lee mira con avidez el primero, el segundo, y el tercer material en vídeo.
Gritos -del tipo que difícilmente puedan simularse-; cierro mis ojos, en un fútil intento por no escuchar.
Me devuelve mi teléfono; Lee comenta: 'Sí, bueno; eso es bastante feo'.
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'Por favor, cuente mi historia'.
Mientras me pongo en marcha una vez más, aún atorado en Varsovia, recuerdo al ángel guardián que me mantuvo a cubierto, en mis épocas como reportero en tierras extrañas. El quedarse en una mustia habitación de hotel no le aporta a uno historias... ni suerte.
De tal suerte que regreso a la Estación Central de la ciudad. Mientras editaba algunas fotografías, sentado en una de las tantas bancas d concreto frente al impresionante Palacio de Ciencia y Cultura de la era soviética, mi mirada se dirige hacia mi pantalla. Directo frente a mí, hay un anciano que se sostiene con la ayuda de un bastón. Se mueve hacia donde me encuentro. Algo frágil, se mantiene a unos pocos metros de mí, tan cerca, que por momentos pienso que podría ser ciego. Pero se detiene, y me dice: 'Usted es periodista', en un perfecto aunque acentuado inglés. Extrañamente, no es una pregunta; sino una afirmación. Asiento con la cabeza, dudando sobre qué tan lejos podría llevarme mi uso del inglés. 'Me ayudaría', me dice; y asumo que pide una donación, tras lo cual tomo mi mochila roja. 'No, no, no', replica. 'Tengo cosas qué contarle'.
Me incorporo, y le ofrezco mi brazo, el cual el anciano toma levemente, mientras lo ayudo para que se acerque a mi banca. Más de una hora después, mientras la nieve vuelve a precipitarse -quizás como un ominoso aviso sobre el gris del cielo-, me despido de él. Lo que me relató me trajo lágrimas, me llevó a dedicarle plegarias, y también el odio se hizo presente en mi corazón.
Abram es de la ciudad de Markivka; ha transitado la zona de guerra en el este para encontrarse con su hija y dos nietas, quien ya habían llegado aquí a Varsovia en las últimas dos semanas, arribadas desde el sur de Kyiv. Resultó que yo había conversado con su hija Taisaya más temprano esa mañana en la Estación Central, porque ella también hablaba algo de inglés. En apariencia, me fui demasiado pronto, dado que ella y sus dos hijas esperaban la llegada de su abuelo, pero que los trenes aquí ya no seguían un programa estricto con los horarios. Las niñas se mostraban repletas de sonrisas, en su espera. Yo le había dicho a su madre que me hubiese encantado contar con testimonios sobre los desarrollos en el este, pero ella no podía ayudarme. Olvidé sus nombres, pero recuerdo muy bien ese encuentro.
Durante la siguienet hora, Abram me relató que había quedado atrapado en Markivka en los albores de la guerra, pero no por los rusos; sino que era mantenido allí por el Ejército Ucraniano (AFU), a quienes reiteradamente Abram calificó como 'banderistas'. Quienes siguieron este relato desde su inicio saben bien qué significa eso: nazis.
Abram es un judío ruso, y orgullosamente confiesa haber servido en el Ejército Rojo, particularmente en Afganistán. 'Hicimos muchas cosas malas allí', comenzó. 'Pero estos banderistas llegaron llenos de odio en sus corazones. Muchos años, y solamente acopiaron odio'. Estúpidamente, planteé la pregunta: '¿Por qué?'. Abram, quien había estado mirando fijo al suelo mientras sus pensamientos desfilaban, comenzó a mirarme a los ojos, como un padre que alecciona a un hijo: 'Porque son rusos'.
Abram se refirió luego a los tiempos anteriores a la revolución anaranjada de la Plaza del Maidán de 2014, instancia en la que Ucrania ciertamente había sido dividida en regiones étnicas. Pero, cuando el Donbas, Donetsk, Luhansk y el este ucraniano, aún cuando atraían a un gran porcentaje de judíos y rusos étnicos, la región era simplemente eso: un sector de Ucrania. El este se llevó bien con el oeste. Abram se refirió a pequeños episodios de antisemitismo y de sentimiento anti-ruso pero, en sus palabras, 'Cuando éramos soviéticos, todos éramos amigos'.
De acuerdo a Abram, todo cambió rápidamente en 2014. 'Nos volvimos como perros', escupió. 'Pero, cuando Usted patea a un perro una vez, el perro huye. Si lo vuelve Usted a hacer, el perro le devuelve la mirada, como preguntando por qué'. 'A la tercera vez, el perro muerde'. Abram habló sobre los ataques inmediatos de la AFU, luego de que el oeste dio vuelta la elección de Viktor Yanukovych, luego presidente, oriundo de Donetsk, en Ucrania oriental. Agregó Abram:
'Lo que queríamos entonces es independencia; ya éramos independientes. No queríamos unirnos a Rusia. Que se diga que queremos eso es una mentira. Desde el oeste, nos declararon la guerra. Porque hablamos ruso? Amamos Rusia? No'.
Nuevamente, Abram levantó la vista, alejándose de sus propios pensamientos:
'Por que los banderistas odian a Rusia. Porque Usted... Perdón, su país... odia a Rusia. Y nosotros somos rusos en nuestros corazones. No odiamos a los Estados Unidos. Amamos Ucrania! Pero Usted... Perdóneme, otra vez... Su país, odia a Rusia!'.
Su furia era comprensible. La esposa de Abram había perdido la vida cuando el ataque indiscriminado con artillería por parte de las AFU tuvo lugar una mañana. Las explosiones destruyeron la tienda donde ella trabajaba como vendedora, mientras abría el local para comenzar el día. Abram me preeguntó si conocía yo de qué se trataba el terror, pero respondió su propia pregunta: 'No se supone que uno sepa cuándo le sobrevendrá la muerte'. Dijo que los banderistas pasaron días, semanas y meses sin disparar contra su pueblo para, de súbito, abrir fuego otra vez, desde una distancia de muchos kilómetros, y sin tener un objetivo en particular. 'Durante muchos años, no supimos cuándo nos tocaría morir. Y...', agregó, '...durante siete años le hemos venido pidiendo ayuda a Putin'.
Tres semanas antes, él finalmente pudo salir de Marikiva, pero entonces fue cuando el ejército ruso presionaba para expulsar a las AFU. De acuerdo a Abram, las AFU lo retuvieron en su propio sótano todo ese tiempo; un horror de propia factura. Sin alimentos, sin baño -sólo baldes-, y con mucha gente buscando refugio allí luego de que las AFU se habían apropiado de su edificio para la seguridad de sus habitantes, utilizándolo como puesto de observación y para aprovechar oportunidades para hacer fuego -en particular, desde los edificios más altos. Cuando las AFU fueron forzadas a abandonar la zona por parte de los rusos, los militares ucranianos dispararon con lanzacohetes, mientras Abram y otros cuarenta individuos en el sótano gritaban -atormentados por el terror.
Abram había escapado de Markivka para marchar luego al oeste vía Bielorrusia, pero su hermano menor fue asesinado al intentar circular por el corredor humanitario creado no por las AFU, sino por los rusos. Se suponía que se reuniría con su hermano Leonid en Prosian, en camino hacia la frontera con Bielorrusia. No lo logró. La triste novedad le fue comunicada por un vecino.
Abram declaró ver, desde su ventana, a soldados de las AFU enterrando minas antipersonales en los caminos, para impedir que la gente abandonase el pueblo. 'Sólo caminamos sobre el asfalto. No hay minas bajo el asfalto', dijo. 'Pero, si Usted camina por el asfalto, entonces le disparan'. Su hermano perdió la vida cuando él y dos integrantes de su familia -dos mujeres y dos niños- tropezaron con una trampa-bomba plantada por las AFU, mientras caminaban por la vera del camino hacia Prosian. Un vecino amigo y otros eran parte de otro grupo, alejado como para mantener sus vidas. Fue el ejército ruso el que respondió; no las AFU. Los hombres que lideraban el grupo perecieron instantáneamente. Los otros perdieron la vida en el lugar.
Cuando le trajo la horrenda noticia de Prosian, el vecino del hermano le trajo a Abram el reloj que le había pertenecido. Abram, mientras hurgaba en su bolsillo -tembloroso-, sacó un viejo pero hermoso reloj dorado, con la correa prácticamente gastada y el lente fracturado en pedazos. Aún contaba la hora exacta del horror: las 5 y 39 de la madrugada. O de la tarde. El dato ya no importaba; no volvería a tener importancia.
'Esto es lo que quedó de mi hermano'.
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Su hija Taisaya, y sus nietas Kristina y Alina, me sorprendieron. Habían estado aguardando, y ahora se acercaban para ayudar a su abuelo a trasladarse a casa. No sé si han oído los detalles sobre este horror. Abracé a todo el grupo, quizás sin razón alguna. O por muchas a la vez.
Mientras lo ayudé a incorporarse, colocando nuevamente en su sitio el bastón de Abram, se esforzó para ponerse recto. Me sorprendió que era casi de mi altura. Le devolví su apretón de manos; me miró por última vez, acaso midiendo mi temperamento.
Abram ahora sonríe: 'Mi hija dijo que Usted era periodista. Marche Usted hacia el este, si eso es lo que quiere. Allí verá que lo que le dije es cierto'. Puntualiza la conversación con un ruego: 'Luego, por favor, cuente mi historia'.
'Gracias...', agrega previo a marcharse para siempre. Pero, justo antes de darse la vuelta, observé su rostro con claridad. Supe que todo lo que me había contado era preciso.
En ese momento, volví a ser testigo... de esa mirada.
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Procederé a mirar esos vídeos ahora. Y también las fotos. Me siento obligado a hacerlo. Por Abram, por Leonid, por mis amigos cristianos en Lviv, por Andrew, y por cada refugiado al que entrevisté, y por los que no pude contactar -vivos o muertos.
Sentado en la cama de mi hotel, rodeado de almohadas, procedo a enviar los vídeos y fotos a mi portátil -acompañado también de algunas botellas de cerveza. Tengo una aplicación para traducir en mi móvil, sólo para enterarme de cuando el idioma de la guerra es hablado por mis interlocutores. Mientras me preparo, cierro los ojos y, con dificultad, vuelvo a recordar a Lee, el mercenario, y su comentario final. Porque sé que lo que veré será 'feo'.
Y lo es.
Los muertos, sus gritos hasta rematar en silencio, las heridas, los testimonios que no comprendo -aunque por momentos lo hago-, el barbárico accionar de los soldados de las AFU insertando minas antipersonales, disparándole a objetivos civiles, a los ocupantes de los edificios, o simplemente a los edificios, los rostros ensangrentados gritando y pidiendo por venganza frente a las cámaras, los ataques de artillería contra edificios sin importar el agitar de banderas blancas, los degollados, las lágrimas, los niños abrazando a sus madres ya sin vida, las madres abrazando los cadáveres de sus propios hijos, de sus esposos, de sus hermanos en el último aliento de vida; la sangre... tanta sangre... y tanto horror. Debe de existir una palabra para describir todo aquéllo, pero me quedo mudo. Es, sencillamente, genuino horror.
Cada vez que paso al siguiente archivo, y debo obligarme a hacerlo, la cerveza me ayuda a apagar la furia. Debo honrar cada uno de esos vídeos, terminar lo que empecé.
Más de dos horas más tardes, estoy fatigado. Y algo ebrio. Ya lo he visto todo, con mis propios ojos...
Tropiezo con las botellas al dirigirme hacia el sanitario. Necesito lavar mi rostro y quitarme de encima todo aquello. Debo quitarlo de mi mente.
Me echo agua fría en el rostro, desesperado por una cuota de alivio. Manoteando una toalla blanca, miro al espejo. Pero mis ojos no pueden hacer foco. Todo lo que veo es un caleidoscopio bamboleante repleto de esas imágenes, arrimándose unas con otras en una cacofonía en rojo, que ya no se irá.
Lentamente, vuelvo a enfocar. En el espejo, veo mi propia cara, cansada, castigada después de mis dos semanas hasta ese momento; afligidas por esta maldita guerra.
Y, acto seguido, vuelvo a verla. Devolviéndome un gesto con extraña precisión, mi testimonio sobre la brutal verdad de esta guerra. Allí, en el espejo, veo...
Esa mirada.
Dedicatoria: A Matias R., Michel C., Ron U., Jeff B., Jan O., y SF. Gracias por incitarme a continuar. Paz para todos...
Nota del autor: Este texto completa la Tercera Parte de esta serie, intitulada 'Destino: Ucrania'.
In English: Part One, "The Ignorance of War," and Part Two, “Will Poland Go Rogue?”
* El autor, Brett Redmayne-Titley (en Twitter, @WatchRomeBurn) es periodista independiente y fotógrafo. Colaborador, entre otros, en The Unz Review, ZeroHedge, Asia Times, Global Research -todos ellos, de Estados Unidos. Su sitio web personal, WatchingRomeBurn.uk. Su correo de contacto: live-on-scene (@) gmx.com.