El poder del Pueblo
Los recientes sucesos que han tenido lugar en Bolivia obligan a una reflexión profunda sobre las características de la democracia en aquel país y su relación con los diferentes estamentos sociales. El Ojo Digital analiza la situación actual de una democracia en peligro.
21 de Julio de 2010
Sin llegar a cuestionar la interpretación etimológica del concepto de democracia, los acontecimientos ocurridos últimamente en Bolivia nos proponen una revisión formal de sus verdaderos alcances y e implicancias en la realidad.
Ciertamente, el pedido de autonomía promovido por algunos sectores del departamento de Santa Cruz a principios de año podría provocar no sólo un interesante debate acerca de la organización política boliviana sino, esencialmente, una de las más atractivas discusiones políticas sobre la democracia en el continente.
Como es bien sabido, de acuerdo al artículo primero de su Constitución, Bolivia,
constituida en República Unitaria, adopta para su gobierno la forma democrática representativa y participativa
. El Gobierno Central está encabezado por el Presidente, quien no sólo designa a su gabinete de ministros, sino también a los Prefectos, máximas autoridades ejecutivas de cada uno de los nueve departamentos en los que se divide el territorio boliviano.
Las Prefectos, asimismo, designan a los Directores que administran las provincias en las que los departamentos bolivianos se dividen. La amplia estructura organizativa del gobierno nacional se extiende incluso hacia múltiples organizaciones con oficinas matrices en La Paz y dependencias en las distintas localidades del país, fortaleciendo en cada municipio la presencia institucional, concreta y efectiva del Poder Central.
Este poderoso y omnipresente aparato unitario, encabezado por un Presidente sin restricciones ejecutivas de ningún tipo a lo largo de todo el territorio nacional, resulta de un planeamiento democrático que, paradójicamente, parece resistirse por su naturaleza a cualquier tipo de discusión en el ámbito de las instituciones que pudiera condicionar la iniciativa del Poder Ejecutivo Nacional.
En efecto: en Bolivia la oposición tiene virtualmente vedado su acceso a los puestos ejecutivos de mayor responsabilidad. Dado que las designaciones son una atribución exclusiva del Presidente, resulta inconcebible imaginar a un dirigente opositor al frente de un cargo ejecutivo que pudiera servirle como eventual trampolín en sus aspiraciones al sillón presidencial.
Más allá de que la aplicación de esta ingeniería política extremadamente conservadora y sin oposición efectiva posible tiende a favorecer el ejercicio de la corrupción, legitimar las intenciones de perpetuidad del oficialismo y convertirlo en una verdadera oligarquía, resulta por lo menos ingenua la suposición de que desonocidas las autonomías locales por el poder central y vedado el acceso de la oposición a cualquier ámbito con responsabilidad ejecutiva, se mutilarán también las intenciones originales de quienes promueven alternativas diferentes al oficialismo; por el contrario, la oposición insatisfecha y huérfana de la representatividad que cree merecer, se convierte fácilmente en masa crítica, en abono fértil y urgente para la carnadas de tono populista y demagógico.
Inexorablemente, obstaculizados los canales previsibles de expresión política, los sectores opositores habrán de expresarse como les sea posible, utilizando medios muchas veces imprevisibles para las autoridad central: desordenadamente tal vez en el mejor de los casos, y descontroladamente en el peor, ya sea a través de: huelgas, sediciones, boicots, cortes de ruta, revueltas... o incluso cabildos abiertos.
Así, el sistema de poder boliviano, una arquitectura rígida y centralizada fundada casi a espaldas de las minorías, hoy parece comerse su propia cola, víctima de una oposición múltiple, tan furiosa como desordenada que curiosamente, el mismo Poder Central se ha encargado de promover a partir de una estructura política que es, en esencia, exclusionista.
De todos modos y sobre estas evidencias, vale resaltar el aspecto acaso más atractivo del cuadro general: toda nuestra discusión sobre el problema político boliviano se da dentro del abanico de alternativas de la democracia.
Es decir: este esquema unitario cerrado, proto-oligocrático, que nos parece incluso arcaico y, a prima facie, casi ingenuamente corrompible en virtud de las escasas alternativas políticas que promueve, es ante todo una verdadera democracia en el sentido fundamental del término.
Aún con todas las limitaciones que parece ofrecerle Bolivia al pluralismo ideológico, el poder del pueblo es eficaz e incuestionablemente ejercido por los bolivianos como en cualquier otro sistema democrático, más allá de que la representatividad y la participación proclamadas por la Constitución se practiquen de un modo que podría calificarse como rigurosamente indirecto.
Así pues, la democracia de tono federal argentina no ha de ser sino, por lo tanto, sólo la cara que nos toca de una figura insospechada, tal vez fascinante pero sin dudas inabarcable y ambigua que, con curiosa retórica, denominamos democracia.
Podría postularse que la democracia ha fijado sus fronteras mucho más allá de donde podría suponerse en un primer análisis, y por lo tanto, cabría preguntarse luego, a partir de lla experiencia que propone el caso boliviano, cuántas utopías cuyas aristas hoy ni siquiera sospechamos -y que acaso en su aplicación podrían comprometer las libertades proclamadas por nuestras constituciones- conseguirían legitimarse alguna vez sólamente mediante la invocación del nombre democracia.
Finalmente, habría que convenir que nuestra democracia, en apariencia mucho más progresista y moderna que la boliviana, es sólo una alternativa que hoy se nos aparece como razonable frente a tantas otras posibles que el mismo concepto admite y que podríamos haber heredado, por ejemplo, si algunas de las personalidades más destacadas de la vida política argentina de la primera mitad del siglo XIX y sus experimentos constitucionales no hubieran sido oportunamente discutidos y, llegado el momento, descartados.
Martín Shévede