INTERNACIONALES: LA COLUMNA DE JORGE ASIS EN EL OJO DIGITAL

Cindy Sheehan y Bush

La madre del soldado muerto se convirtió en el arma de destrucción masiva del presidente Bush.

21 de Julio de 2010
Quien debería poner la cara ante Cindy Sheehan es, por lo menos, Paul Wolfowitz. Trátase -Wolfowitz- de uno de los principales ideólogos de la catastrófica ocupación del Irak. Sin embargo, aquel halcón infatigable, adjunto de Rumsfeld, fue, inconcebiblemente, premiado. Hoy Wolfowitz tiene el puesto más ejecutivo del Banco Mundial. Como si la intromisión, pretextada por la búsqueda de "armas de destrucción masiva" hubiera resultado exitosa. Y no hubiera agravado la fosa intercultural. Y militarmente la aventura no hubiera derivado en el máximo papelón. En el ridículo internacional. En un fiasco trágico. Irak, hoy, para los Estados Unidos, es un asfixiante laberinto injustificable. Los americanos ya no pueden, siquiera, encontrar argumentaciones convincentes que puedan atenuar la indignación de Cindy Sheehan. Trátase de una típica dama normal, hoy políticamente asesorada por íntegros traficantes del pacifismo. Era, Cindy, tan dedicada a la reconfortante monotonía de la virtud, como al consuelo específico de la religión. Sin embargo, por aquella estafa moral de la ocupación, a Cindy Sheehan le mataron un hijo. Casey, que tendría hoy 25 años. Tergiversación y sustitución La estafa, en realidad, consistió, en principio, en una tergiversación inadmisible. Y segundo, en una sustitución de causalidades. La tergiversación consistió en alterar las interpretaciones, explotar la emotividad del rencor y justificar una transferencia. La transferencia de atribuirle, al utilitario tiranuelo Sadam Hussein, la culpabilidad por el atentado del que nada tuvo que ver. Y de adjudicarle una programada peligrosidad potencial, que sólo podía construirse desde los papeles inútilmente confidenciales. Los que elaboraban, con sus categorías fáciles, los intelectuales del halconismo. Trátase de un conjunto de fundamentalistas de derecha que contagiaban, con cierto fervor, al halconismo frágil de los americanófilos intrascendentes, que aceptaban -merced a su versatilidad para el desconocimiento- cualquier síntoma de barbarie, pero que tuviera procedencia "del norte". Unos dóciles maniqueos, que actuaban con franqueza de cruzados y no estaban imbricados, siquiera, con los únicos beneficiarios de esta guerra absurda. Los beneficiarios contablemente sensibilizados de la Halliburton. Y del menos transparente Carlyle Group. La sustitución de causalidades consistía, en cambio, en escoger arbitrariamente como adversario al Irak. Cuando sabían que la fuente del riesgo se encontraba, en realidad, en el aliado principal. La Arabia Saudita. La que ocupaban tropas americanas, eventualmente para proteger bienes y pozos, desde la ocupación, por Irak, del Kuwait. Entonces eran, sobre todo, los cambios específicamente negativos que se registraban en el interior de Arabia Saudita, los que impulsaban a asegurarse, sin posibilidad de sorpresas, el control del petróleo racionado del Irak. La coalición del error Por lo tanto, aquel espectacular atentado de las Torres se convirtió en el pretexto más contundente y movilizador. Fue brillantemente utilizado por el halconismo de Wolfowitz, con rutilantes argumentadores como Perle y Kagan, amparados todos debajo del paraguas de Rumsfeld. Y para lanzar, a la representación militar de occidente, a la cruzada de un paseo aleccionador. Con la magnífica coalición del error. Incluso, con un propósito idílico de rediseño democrático. Contemplaba, en su democratizadora alucinación, intervenciones providenciales en Siria e Irán (tradicionales aliados, por su parte, entre sí). Tratáse de una región del mundo que los halcones, por su petróleo, necesitaban. Con la misma intensidad con que no la entendían. Si hasta confiaban, los desorbitados, en la carísima información que les proporcionaba, por ejemplo, el admirable aventurero Irakí Ahmed Chalabi. Era -Chalabi- un campeón de las finanzas que supo usufructuar, como nadie, y durante años, de "la cadena de la felicidad" de la CIA. Cuando comprendieron que Chalabi era un formidable envasador de humo, era tarde. Y después de entregarse a la orgía de la destrucción, después de pulverizar la ética americana entre los tormentos de la cárcel de Abu Grahib, como arma de destrucción masiva encontraron, apenas, una antigua maquinita de flit. Un mosaico contra un espejo Entonces Cindy Sheehan es hoy, para la legitimidad política de Bush, infinitamente más devastadora que aquel inofensivo Sadam utilitario. La presencia reclamatoria de Cindy Sheehan, por ejemplo en la entrada del Rancho vacacional de Crawford, agudiza la soledad política del presidente Bush. Y Cindy Sheehan representa, asimismo, una tentación para el sistema mediático americano. Que abandonó los eslabones de una cadena patriótica de protección, y paulatinamente comienza a exhibir los datos de la saturación de la guerra. El paseo democratizador lleva ya veintiocho meses. La contabilidad macabra de los muertos que interesan, los muertos americanos, como Casey, el hijo de Cindy, se aproximan a la frontera de los 2000. El "rediseño democrático" de aquellos halcones iluminados derivó en el fracaso más espectacular. De continuar la experiencia, el epílogo de Vietnam podrá ser considerado hasta honorable. La orgía de la violencia invasora logró instalar, incluso, bases de Al Qaida donde no existían. Y no existían porque Sadam, en Irak, como antes lo hizo Haffez en Siria, oportunamente en Jama, y como los egipcios, degollaban a sus fundamentalistas internos sin el menor vestigio de piedad. Los antecesores que sobrevivan, de la Hermandad Musulmana, podrán testimoniarlo. Y en la cotidianeidad de Bagdad, para estupor de los especialistas e iniciados que no se dejan arrastrar por la superficialidad de las consignas, el panorama es peor que desolador. Desde el interior del Irak, por ejemplo Zarqawi, mantiene una perfecta comunicación política permanente, con las bases del Al Zawahiri, que se deslizan, inhallables, entre la frontera impenetrable de los narcoestados de Afganistán y Paquistán. Y con los integristas del CIRM marroquí, que se encuentran diseminados por todo el sur de la Europa que interesa. Por si no bastara, en la mayor parte del llamado mundo árabe, como en las principales capitales europeas, abundan millares de jóvenes, exteriormente integrados en su nueva cultura, pero que aguardan, simplemente, la convocatoria para la inmolación. Sin embargo Bush, en la arrogancia de su soledad, probablemente debe aguardar, con ciertas esperanzas, el anuncio de la Constitución del Irak democrático. Un ex país, el Irak, que puede estallar, en definitiva, como un mosaico contra un espejo. Con un federalismo artificial que proporciona poder, y sobre todo pozos de petróleo, a los kurdos del norte. Y a los chitas del sur. Y que margina precipitadamente a los sunnitas desparramados, que ya provocan manifestaciones en favor de Sadam, y no solamente en Tikrit, su tierra natal. Y en cualquier momento podrán incorporarse, a las manifestaciones, las mujeres. Ellas descubren que contaban con mejores atributos, inclusive, cuando reinaba Sadam. Y que con la nueva Constitución, puede generarse una república islámica dominada por los chitas. Y que prácticamente el ocupante americano coloca gran parte del poderío de Irak en manos de Irán, que es Persa. Para mayor complejidad, se proporciona, a los kurdos, una autonomía. Y tal vez nadie desapruebe que tengan lícitos derechos, los kurdos, a disponer de su propio estado. Aunque para severa desconfianza de una Turquía que margina, con escasa amabilidad, a sus millones de kurdos, y que estudia seriamente modificar las bases de su política en la región. Su alianza explícita, entiéndase, con Israel. Y hablar de Israel, en la región, significa hablar de los Estados Unidos. En su momento, Bush padre, estuvo ante una alternativa semejante. Apoyarse, como salida del conflicto, en los chitas o en los kurdos. Debió convencerse que lo más conveniente era dejarlo a Sadam. Aunque quedara, ante la historia, como un perdedor. Porque aún acotado, económicamente sancionado, aquel Sadam le permitía, al menos, una cierta idea de la gobernabilidad. Para Bush hijo, en cambio, es tarde. No le queda entero ni Sadam. Hasta el Chalabi se le desvaneció. La tergiversación resultó, en definitiva, para el demonio, y los medios, con su citada contabilidad macabra, anticipan cuantos cadáveres más pueden llegar envueltos en banderas. Como llegó el cadáver del hijo de Cindy Sheehan. La dama que se agiganta, de pronto, con la inevitable emotividad de las comparaciones fáciles. Del tipo, por ejemplo, de "Madre Coraje". En cualquier momento, acaso en Buenos Aires, algún voluntarista podrá intentar un paralelo entre las madres Cindy y Hebe. Lo gravitante es que la fuerte imagen de Cindy Sheehan se convirtió, para el presidente Bush, en la única arma de destrucción masiva que se le cruzó en el camino. La que pulveriza, ante la sociedad americana, los pilares de su credibilidad.
Jorge Asís Digital