Los riesgos del bien común
Es frecuente escuchar al común de la gente y especialmente incorporar al discurso político conceptos referidos al “bien común”. Y se entiende por ello al logro de aquellas condiciones que permitan “ventajas” para todos los ciudadanos. Desde el punto de vista económico se distingue a su vez la interpretación que se refiere al usufructo de bienes comunes (o bienes públicos) que son aquellos que no presentan “rivalidad”, ni “exclusión”.
Pero he de referirme al concepto utilizado desde el discurso político: lograr el bien común sería definir las condiciones generales por las cuales “alguien” – el político – define como aquellas que ofrecen las mejores ventajas para todos los ciudadanos, perspectiva desde la que podrían definirse las alternativas de acción política.[i]
En primer lugar esas definiciones son concebidas desde la interpretación del político – o su grupo de pertenencia, o asesores, etc. – que promueve dichas acciones en virtud del supuesto de haber interpretado que es lo que representa “el bien común”.
Los intereses de las personas, así como sus perspectivas, deseos, aspiraciones, etc. no pueden encuadrarse en definiciones sencillas y menos aún en un denominador común.
Si es cierto que en términos generales – desde el individualismo metodológico – que todos los individuos pretenden pasar de una situación dada a otra que les permita estar mejor.[ii]También es cierto que no podemos ir mucho más allá de ello, ya que cada uno tiene prioridades e intereses que son diferentes, es decir: “el bien de cada uno es una representación subjetiva de su propio bienestar,… difícilmente transferible y apenas comprable – en términos generales – al criterio subjetivo de algún otro”,… así como además esas preferencias pueden cambiar de un momento a otro.
Sin embargo el término es utilizado en el discurso político, lo que se incorpora al imaginario colectivo tal como se pretende: la representación de un liderazgo basado en la complacencia de las voluntades y deseos individuales. Ello ha permitido a los representantes del poder político pretender – y en muchos casos obtener – una creciente injerencia en los asuntos de los individuos en nombre de un Estado (en realidad un gobierno) que dice representar “el bien común”.
¿Quién no estaría dispuesto a sacrificar muchas libertades individuales para obtener un fin más loable e importante a la sociedad, si se piensa que ello significa un verdadero beneficio para el conjunto: “el bien común”?
Esto es lo que ha conducido a sociedades que – aún en los extremos – han recorrido un camino similar de sumisión ante el poder omnímodo de sus gobernantes, constituidos en mesiánicos intérpretes de lo que creyeron “las mejores ventajas para todos los ciudadanos”. (En su caso podemos hacer referencia al nazismo de Hitler, al comunismo de Lenin y Stalin, y muchos otros ejemplos que finalizaron dramáticamente y miles de víctimas de los “iluminados” dogmáticos).
Pero ante la diversidad resulta imposible ofrecer a “todos” aquello que resulte lo mejor para “cada uno”. Y la actitud se convierte así en irreverente ante las libertades individuales o de grupos minoritarios. La interpretación es siempre ideológica y su transformación en dogmática resulta inevitable. El dogma se convierte en discurso hegemónico intolerante de las diferencias y de pensamientos que no resulten afines. En el discurso: el fin parece justificar cualquier medio para sostener los “objetivos superiores propuestos”.[iii]
Y es así como se suma a los episodios cotidianos de la política el concepto de “amigo-enemigo” – como “pareja contrapuesta” desarrollado por C. Schmitt[iv]– que conduce a buscar la eliminación del “enemigo” y como corolario a frases como: “para los amigos todo,.. para los enemigos ni justicia”. Y hechos de connotaciones aun más dramáticas.
La vida política se hace así violenta y confrontativa, imposibilitada de lograr consensos básicos y acuerdos que permitan conciliar intereses diferentes y aún antagónicos. La situación descripta todavía constituye la situación en varios países latinoamericanos (así como en otras latitudes), en los que este pensamiento dogmático – y desde el Estado – amenaza permanentemente o descalifica a sus adversarios, coopta voluntades, silencia las voces adversas –no respeta la independencia de los otros poderes, genera condicionamientos de la Justicia e influencia mediante el control sobre los medios – así como no trepida en utilizar los recursos de los contribuyentes en forma discrecional y prebendariamente (por supuesto para captar adeptos), sirviéndose hasta del empleo público como prenda de cambio. Y todo en nombre de un discurso revolucionario o progresista que encarna “el bien común”.
Uno de los más preclaros hombres de nuestra historia planteó sus nefastas consecuencias.[v]
Durante muchos años las sociedades lucharon contra las despóticas monarquías europeas. Las más representativas fueron las tres Revoluciones Inglesas – entre 1642 y 1689 – pasando por el Protectorado de O. Cronwell y hasta la Revolución Gloriosa (siendo esta última una concluyente expresión del pensamiento de J. Locke) y casi 100 años más tarde la Revolución Francesa de 1787, con las que se limita el poder absoluto de los monarcas y sus cortes.
En el primer caso se llega a una monarquía parlamentaria y en el segundo a una demorada república (cuyos líderes creyéndose cada uno intérpretes del “bien común”, terminaron – con pensamientos dogmáticos, acusándose de traidores “a la causa”, ya que cada uno de ellos encarnaba “la verdad” – enfrentándose y guillotinando a varios), bajo confusos principios de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”.
Desde diversos ángulos y posicionamientos la historia ha intentado explicar esos episodios y la filosofía política se ha permitido a su vez interpretaciones respecto de las relaciones entre el Estado y los ciudadanos.
Conocidos contractualistas, como T. Hobbes, J. Locke y J. J. Rousseau, dieron sustento, aún con diferencias, a una interpretación del Estado como resultado de un contrato, inevitablemente necesario para la convivencia social. El constitucionalismo moderno reconoce sus orígenes en este contractualismo.
La independencia de los Estados Unidos de América cuyos postulados de independencia se fundaron en el ideario liberal (de libertad e igualdad), en especial D Hume, Montesuieu,… naciente con los movimientos revolucionarios de la época, tuvo a su vez una enorme importancia en los sucesivos movimientos independentistas de América, en sus concepciones fundantes y en los postulados constitutivos.
Han pasado más de trescientos años desde la Revolución Inglesa y más de doscientos desde los sucesivos episodios de la Revolución Francesa y la Independencia de los estados Unidos. Sus idearios liberales inspiraron el nacimiento de las nuevas repúblicas.
Pero en todos los casos el problema se planteó en cómo poner límites razonables a la intromisión del Estado (o poder político) en los asuntos particulares y sociales de los individuos. Porque en muchos de nuestros países – una vez asaltado el poder – parecería que nos encontramos ante gobernantes que no se han enterado del paso de la historia.
Parecería que no reconocen límites a su poder y a su poder para definir objetivos que suponen el “bien común”. Como así tampoco para utilizar los recursos del Estado para sus apetencias personales y/o discrecionalmente – e intentando suponer sus buenas intenciones – según sus propias convicciones (dogmáticas al fin) declamadas para beneficio del país.
Pueden contar con circunstanciales y vehementes seguidores, que desconocen las verdaderas razones y hacen gala de un pseudoprogresismo o un retrógrado nacionalismo,..
En un mundo donde finalmente se reconoce que el único camino – para ser “progresista” – es integrarse al mundo, democratizar la sociedad, alcanzar consensos (aún disintiendo, pero dentro de un marco de tolerancia de la diversidad), entender que el intercambio de las diferencias es lo que permite a todos “crecer” sumando lo mejor de cada posición para lograr – la siempre frágil – cohesión social, generar riqueza con producción y trabajo genuino, con lo que se permiten las mejores condiciones para que cada cual logre desarrollar “su propio – y personal – proyecto de vida”.
Las posiciones confrontativas, de antagonismos estériles, con discurso fácil, con prebendas para los “amigos” y violencia para los considerados “enemigos”, socava finalmente las instituciones[vi], genera una sociedad fragmentada, conduce a la pérdida de la credibilidad y de la seguridad jurídica (role of law). Se lesionan los principios de básicos de libertad – a la vida, a la expresión y a la propiedad privada – que fueron fundacionales de nuestras naciones.
Las consecuencias no se hacen esperar: al instalarse la desconfianza se pierden inversiones, el país se aleja de su necesaria inserción en un mundo – nos guste o no – globalizado,… que requiere del libre intercambio – que no es una relación de suma cero,… sino de suma positiva – para la generación de riqueza en términos de bienes y servicios mejores en calidad y precio para el conjunto social.
De otra forma solo puede recurrirse al incremento del gasto público – que resulta de los que ahorran o producen – es decir: los recursos del Estado. Gasto inevitablemente creciente, que solo puede sostenerse si se “encuentran” recursos de cualquier modo y en cualquier caja disponible o al alcance de los tentáculos del poder, al que se suma el “impuesto” inflacionario.
Con ello se cierra el círculo vicioso con mayor pérdida de credibilidad. Y se sostiene un poder similar al absolutismo monárquico, que no duda en avasallar a las minorías: se trata de la tiranía de las mayorías relativas.[vii]
Porque no se debe entender – si bien las decisiones de conjunto requieren de las mayorías – que lo que las mismas decidan sea justo y lo mejor para la sociedad. Ni que el pensamiento de las minorías sea respetado… como lo exigiría una sociedad democrática.
En este contexto no se piensa – y ni siquiera importa – que: sin respeto a las libertades individuales no hay generación de riqueza y así solo es posible distribuir pobreza.
Y eso es lo que de manera simplificada sucede en varios países de Latinoamérica. Muchos han comprendido y abandonado posiciones extremas que no tienen cabida en un mundo globalizado, en el que se ha generalizado el conocimiento, se han multiplicado los intercambios, se han democratizado las ideas así como los gobiernos en la mayor parte de los países y en el que los dogmas políticos y/o religiosos solo han contribuido al aislamiento y a la pobreza y ello no es precisamente lo que se pregona como “el bien común”.
Resulta importante definir con claridad cuál es el rol del Estado y cuál debe ser el alcance de sus acciones,… en qué medida puede el Estado avanzar sobre las libertades individuales. Se acepta – en general y aun considerando que muchas son discutibles – que las funciones básicas del Estado son la defensa, la seguridad, la salud, la educación, la infraestructura y la administración de justicia.
Pero el camino que estos países pseudoimperiales ha recorrido no parece ser el declamado. El desempleo, el subempleo, las penurias de la mayor parte de los jubilados, las condiciones de salud y educación, la seguridad, la pobreza e indigencia, el hambre, la carencia de vivienda digna, la declamada distribución de la riqueza,[viii]etc. ponen en evidencia que los modelos prebendarios no se han ocupado de mejorar las condiciones de vida de la gente, sino todo lo contrario.
Todo ello no hace más que demostrar el mal e ineficiente uso de los recursos obtenidos y “rapiñados” para sostener un gasto público creciente (en nuestro país alcanza ya al 39% del PBI)[ix], que apenas disimula las inconsistencias estructurales para la generación genuina de riqueza.
Es que parece que solo importa mantener el statu-quo, ya que bajo el disfraz psudoprogresista de defensa del “bien común”, en realidad solo se pretende mantener una población complaciente a las voluntades de los gobernantes.
Las potencialidades de crecimiento y desarrollo hubieran sido muy diferentes si hubiera sido diferente el camino recorrido (baste comparar la evolución de nuestro país con otros como por ejemplo Australia): si en lugar de confiar en espíritus mesiánicos que suponían interpretar “el bien común”, hubiéramos encontrado dirigentes que con inteligencia nos condujeran por el camino del desarrollo lo que implica ahorro e inversiones productivas, libre intercambio comercial y crecimiento que ofrezca oportunidades a cada cual según sus capacidades con las que logre alcanzar su propio proyecto de vida, para obtener un incremento del capital humano y una disminución subsecuente de las desigualdades. Esto es decir: conducir “al bienestar general”, más que querer representar mesiánicamente al “bien común”.
Madison uno de los generadores de la Constitución de los EE.UU. pregonaba que uno de los objetivos prioritarios debía ser el estricto control de los gobernantes para que respeten las libertades individuales.
Porque “…debemos cuidarnos de aquellos que dicen estar dispuestos a morir por sus ideas,.. porque son quienes finalmente son capaces de matar por ellas a los demás,…”[x]
Pero muchas veces no siempre podemos desprendernos de algunas cuestiones atávicas. Y en la teoría política de la economía encontramos algunas interpretaciones de la constitución del Estado, alejadas de las teorías contractualistas (o en todo caso una nueva interpretación del contrato).
Parece que en tiempos remotos algunas poblaciones estaban habitadas por muchos que trabajaban, producían e intercambiaban entre sí o con aldeas vecinas y otros que – como la fábula de “la cigarra y la hormiga” – holgazaneaban todo el día y en algunos momentos se dedicaban al robo y rapiña de los productores. Como la situación se hacía harto difícil para la sobrevivencia de estos últimos, optaron pagar un canon a los depredadores,… digamos “para ser protegidos por ellos”.
Esta situación parece haber dado origen al Estado y a la primera modalidad del cobro de impuestos, donde los bandidos se hicieron del gobierno y los demás pudieron continuar con sus actividades de producción.
Lo anterior nos remite a difíciles reflexiones: ¿encontramos hoy similitudes en apenas los doscientos o trescientos años que nos preceden –en las monarquías absolutistas– o los males de gobernantes arbitrarios y omnipotentes son mucho más remotos y por lo mismo difíciles de erradicar?
Por el Dr. Eduardo Filgueira Lima -Centro de Estudios Políticos y Sociales-, para El Ojo Digital Sociedad
e-Mail: efilgueiralima@gmail.com
Web: http://cepoliticosysociales-efl.blogspot.com/
Referencias
[i]T. de Aquino “Suma Teológica”, (Cuestión 98), 1265 – 1272. Y B. Raffo Magnasco: “Bien común y política en la concepción filosófica de Santo Tomás de Aquino”, Actas del 1er. Congreso Nacional de Filosofía, 1949
[ii]L. von Mises “La Acción Humana”, 1949
[iii]K. Popper “La sociedad abierta y sus enemigos”, 1945 y 1966
[iv]C. Schmitt “El concepto de lo político”, 1963
[v]J. B. Alberdi “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina”, 1855
[vii]F. Hayek “Caminos de servidumbre”, 1944 y G. Sartori “La política: lógica y método en ciencias sociales”, 1979
[viii]Ver: Informes IDESA, (Argentina), 2010 y 2011
[ix]Elaboración personal sobre datos oficiales, 2011
[x]D. Hume “Tratado sobre la naturaleza humana”, 1740