Las falacias del discurso igualitario
El mundo transita por una creciente demanda por igualdad sobre la cual vale la pena reflexionar, dado el inevitable impacto que observará sobre los sistemas económicos y sociales.
Lo primero que debe dejarse claro, es que es una falacia sostener que la igualdad es un bien en sí mismo. No muchos de los que reclaman mayor igualdad se atreven a discutir el hecho de que es preferible una sociedad en que todos tengan más en cantidades muy desiguales, a un país en que todos tengan mucho menos en cantidades muy iguales. En otras palabras, lo que se pretende no es que algunos no tengan más que otros, sino que todos puedan tener más. Quien acepta esto reconoce que el objetivo central de la política económica y social no es generar igualdad sino crear riqueza. Y como enseña la historia, ello se logra con más libertad para emprender e invertir y no con más regulaciones e impuestos.
En segundo lugar, hay que consignar que, a diferencia de lo que reclaman voces en el mundo entero, no es justo ni económicamente racional que quienes ganan más paguen proporcionalmente más de sus ingresos. Quienes argumentan lo contrario, asumen que aquel que ha acumulado mayor riqueza no ha contribuido simultáneamente en mayor medida a aumentar el bienestar de la sociedad, lo cual es falso. El mercado no es un juego de suma cero. En él, quien gana más —salvo en casos de privilegios conferidos por el Estado o sistemas perversos como el financiero— lo hace porque satisface de manera más eficiente que el resto las necesidades de las personas. Steve Jobs no se hizo rico a expensas de sus semejantes, sino que creó la riqueza que acumuló mejorando de paso la calidad de vida de todos nosotros. ¿Por qué castigarlo obligándolo a pagar mayor proporción de sus ingresos, si gracias a él todos nosotros vivimos mejor? El impuesto más justo es por lo mismo un flat tax —impuesto plano— que no castigue adicionalmente al que más ha contribuido a enriquecer a su prójimo. También es económicamente más inteligente, pues no desincentiva la creación y conservación de capital humano sino que la fomenta. El impuesto progresivo en cambio, actúa destruyendo el capital humano al castigar a los más productivos —gente como Jobs— generando una pérdida en la calidad de vida de toda la sociedad. Además destruye la mobilidad social dado que el que aspira a ascender en la escala de ingresos se encuentra con un freno impuesto por el Estado. Los grandes perdedores son así los que vienen de abajo, quienes, de un lado no podrán ascender, y de otro no gozarán de los beneficios derivados de aumentos en la productividad. De este modo, el impuesto progresivo es en realidad regresivo al volverse en contra de la clase media y los más pobres.
En tercer lugar, corresponde advertir que el reclamo por una reforma que aumente la carga tributaria se basa en otra falacia: la idea de que los políticos pueden hacer un mayor bien a la sociedad gastando el dinero de las personas que estas mismas gastando su propio dinero. Lo cierto es que cada dólar que se quita por el Estado es un dólar menos en inversión o consumo privado. En otras palabras, el dinero que el Estado extrae de los privados no se destina a incrementar el stock de capital disponible en la sociedad, lo que se traduce en menor empleo, menor productividad y mayor pobreza. Quienes abogan por más impuestos, aun cuando sea solo para los ricos o empresas, parecen olvidar que estos no guardan el dinero bajo el colchón sino que lo invierten productivamente. Ello sigifica mayores empleos y más y mejores bienes y servicios a menores precios. Los más pobres son así, una vez más, los principales perjudicados por alzas de impuestos.
Finalmente, cabe destacar que el problema de desigualdad en muchos países, entre los que destaca el caso de Chile como uno de los más desiguales del mundo, dice relación esencialmente con los ingresos autónomos, esto es, con la productividad de las personas. Y esto tampoco se corrije con más coerción estatal, sino con más libertad de mercado. De hecho, en el caso chileno, el Estado ya transfiere lo suficiente a los grupos desfavorecidos como para disminuir sustancialmente la brecha de ingresos derivada del delta de productividad. Tanto en efecto, que sumadas todas las transferencias estatales, Chile tiene una distribución del ingreso similar al promedio europeo.
Es hora de que en el mundo y especialmente en América Latina transitemos, de un discurso centrado en la igualdad y distribución de riqueza, a uno basado en la libertad y creación de riqueza. De lo contrario, como advirtió Milton Friedman, no vamos a terminar ni con la una ni con la otra.
* El autor es investigador del Instituto Democracia y Mercado (Chile) y columnista de ElCato.org. Axel obtuvo el primer lugar en nuestro primer concurso de ensayos, Voces de Libertad 2008.