POLITICA: POR MATIAS E. RUIZ, EDITOR

Estado querellante: jueces a tono con la República Fallida

Reflexiones inevitables en relación a la reciente aceptación del status de querellante para el Estado Nacional, en el estrago de Once. El suicidio jurídico-social del magistrado Claudio Bonadío.

06 de Marzo de 2012

Calificar de escandalosa la decisión del juez Bonadío de otorgar la condición de querellante al Estado en la causa que se sigue por la tragedia de Once bordea el eufemismo. Al respecto, dos sencillas conclusiones pueden extraerse. La primera de ellas: el magistrado desconoce, con su decisión, Matías E. Ruiz, Twitter oficiallas obvias responsabilidades que observan los organismos estatales a la hora de monitorear el funcionamiento de las empresas de transporte dentro del territorio nacional. Con una presteza y una liviandad asombrosas, el "Señor Magistrado" decreta que el Estado Nacional puede arrogarse los mismos derechos que los damnificados, esto es, las víctimas. La segunda conclusión puede resultar algo más cruda, pero se percibe contundente: Bonadío ha decidido tomarle el pelo a la totalidad de los ciudadanos del país, por cuanto su iniciativa se asemeja a una broma demasiado pesada, demasiado grotesca.

En su rol de Magistrado de la Nación, el Dr. Claudio Bonadío arrastra un bien nutrido lastre de presiones políticas, que muchos conocemos y comprendemos. No obstante, ello no debería representarle obstáculo para cumplir con la función para la que ha sido nombrado. Esta novedosa barbaridad jurídica del "Estado querellante", que ha terminado por esculpir el nombre del juez a grandes letras en los medios del país, hace presuponer que el tristemente célebre Norberto Oyarbide no está solo. Este tiene muchos pares, acaso la mayoría de sus colegas.

Y no es preciso hilar fino. Pocos analistas políticos se han percatado de que la decisión tomada por Bonadío no solo apunta a consolidar la estrategia del Gobierno Nacional, decidido a despiojarse de los hermanos Cirigliano. Sucede que los personeros de Balcarce 50 se han notificado -algo tardíamente- de que cualquier repetición de la tragedia de Once podría obsequiarle un tiro de gracia a la tranquilidad política de la Presidente de la Nación, Cristina Elisabet Fernández Wilhelm, viuda de Kirchner. Es decir, que si está claro que el sistema ferroviario de la Argentina está listo para vomitar nuevas cifras de cadáveres despedazados en cualquier momento, el objetivo no puede ser otro que salvaguardar las responsabilidades penales de la Administración en el futuro. Aquí es donde reside la necesidad imperiosa del "Estado querellante". Esta variante del análisis no surge de meticulosas consultas surgidas del ámbito jurídico: es una realidad palpable, presente bajo las narices de toda la sociedad. Juez Claudio BonadíoPor sobre todo, es menester llamar severamente la atención de la totalidad de los "grandes medios" del país: ni los prestigiosos columnistas dominicales ni los conductores estrella de los noticieros tomaron nota de lo que aquí está sucediendo. Y, para acompañar esta crítica, vale recordar que nadie se ha atrevido a calificar lo sucedido en Once como lo que es: un estrago doloso, aún cuando el término suene redundante. Pues esta es una historia de individuos y firmas privadas que co-organizaron un cóctel para el desastre, con el Estado Nacional entre bambalinas, otorgando luz verde a las muertes en lenta cocción. Todo para seguir ordeñando la vaca lechera de los negociados/sobornos/retornos/coimas. Póngale Usted el nombre que quiera.

Sucedió, a la postre -y para desgracia de Claudio Bonadío y la Casa Rosada-, lo que muy pocos esperaban: un grupo de familiares de víctimas realizó la correspondiente presentación judicial desde el estudio del Abogado Gregorio Dalbón, para denunciar los aspectos más acabadamente demenciales de la hipótesis del "Estado querellante". La Cámara Federal tiene ahora en sus manos la prerrogativa de expedirse y, tome la decisión que tome, para Bonadío será tarde, por tanto ya ha cometido un verdadero suicidio jurídico, con inocultable alcance social.

El problema es el de siempre. Se trata, en rigor, de la interminable concatenación de desperfectos que acusa la administración de justicia en la Argentina, a la luz de lo actuado por sus jueces. Escenario inapelablemente agravado a partir de la Reforma Constitucional de 1994, que diera lugar a aquel engendro que se ha dado en llamar "Consejo de la Magistratura". Aberración que no tiene otro fin que salvaguardar el trasero de los políticos, por cuanto son ellos los que decidirán, a fin de cuentas, quién se convertirá en juez y quién no. Pocos notaron que, en aquel momento, se ejecutó en un paredón al principio de la carrera judicial y del ascenso por méritos. Hoy, podría decirse sin temor a error que observar caracteres de psicópata o inválido moral y carecer del más ínfimo escrúpulo resultan condición sine qua non para acceder a la conducción de un juzgado. Naturalmente, era de esperarse que las condiciones de seguridad de la ciudadanía fueran a peor: la prerrogativa del control político del Consejo ha permitido garantizar la existencia de jueces y fiscales comprometidos con la distribución y comercialización de drogas, el tráfico de influencias, y la lógica protección política de sus propios padrinos, esto es, aquellos que les han puesto donde están. En la mayoría de las provincias de esta república fallida, es de antigua data el caso de gobernadores que llaman por teléfono al magistrado de turno para ordenarle, literalmente, que se envíe a prisión a tal o cual persona. Porque "molesta", porque sale con la mujer de uno, porque es opositor político, o por las razones que fueren ("porque sí"). En feudos recalcitrantes como San Luis, por ejemplo, no hay quien no considere al Tribunal Superior de Justicia como una broma de mal gusto. Lo propio sucede en Chaco, Corrientes (recordar el caso de la muerte de Ariel Malvino y la impunidad de los hermanos Braun-Billinghurst) y otras provincias como Catamarca y Santiago del Estero. Se trata de los mismos apellidos, todo el tiempo. Consideración inevitable: un país sin justicia está condenado a la franca extinción. Los ciudadanos carecen de la protección más elemental y, más tarde o más temprano, deben lidiar por fuerza con este esquema enfermizo y disfuncional. Ya sea cuando es robado un vehículo, cuando se pierde la vida de un hijo, o cuando se viaja en tren para terminar muerto. Quizás, tal vez el peor insulto o la peor provocación sobrevienen cuando presentan sus planteos los (ahora autosilenciados) defensores de, por ejemplo, Eugenio Zaffaroni. "Es un gran jurista, reconocido internacionalmente", dijeron alguna vez. Argumentos parecidos podrían esbozarse para apañar a otros de sus colegas pero que, a la luz de los hechos, lo único que han demostrado es una abierta incapacidad para representar a las verdaderas víctimas de la cotidianeidad, en tanto han revelado, entre altisonantes risotadas, su carácter amoral y su preferencia militante o político-partidaria.

Finalmente, ninguna reflexión estaría completa si no se citara la necesaria responsabilidad del conjunto de los colegios de abogados en esta, nuestra República Fallida. Obscuras fraternidades que solo llegan a los titulares cuando se aproxima la época de elecciones internas. Resulta por demás extraño que los dignatarios de este tipo de organizaciones jamás se han preocupado por criticar con la debida firmeza las numerosas tropelías que contabilizan sus otrora colegas, hoy "Magistrados de la Nación". ¿Qué letrado ha invertido algo de tiempo en observar el affaire de los prostíbulos que en su momento comprometieron al Supremo Zaffaroni? ¿Qué Abogado se ha apersonado ante los nucleamientos de colegiados para condenar con la vehemencia que corresponde el accionar de Norberto Oyarbide? ¿Cómo pueden continuar en actividad jueces "militantes", como el porteño Roberto Gallardo? Y claro: hay mucho más.

En tanto que nada sucede, todo pasa. Los colegios de abogados del país se encuentran hoy a un tris de ser considerados por la ciudadanía como verdaderas asociaciones ilícitas, bien solidificadas corporaciones mafiosas que cobijan, preparan y alientan a sus egregios condiscípulos para un mañana de lujos, prebendas y corrupción. Cuando uno de ellos abandona su juzgado, regresa a la práctica del derecho. No hay condena. No se conocen casos de supresión de matrícula.

Así, tenemos jueces pagos por cárteles mexicanos de la droga (todo se sabe, a la larga), otros que apañan tragedias con muertos y, por supuesto, los de siempre: aquellos que tienen a bien considerar al homicida y al delincuente como una víctima flagelada por la sociedad. Al diablo, pues, con la inocencia de la menor violada o sometida. Al basurero, también, con los sentimientos de los ancianos apaleados y torturados para serles extraída su magra jubilación y hacer de sus últimos días una muerte en vida. Difícil, por cierto, dejar de mencionar a los fiscales federales que operan con más simpleza que un vulgar escribano de pago chico, y que certifican todo papelillo que sus protectores les remiten. Esos que -bien identificados- no superarían una junta médica en ningún universo paralelo.

Se ha dicho que "no debe cuestionarse a los jueces por sus fallos". Bien vale la pena adivinar el origen de esta expresión sustentada en el ridículo y el insulto al ciudadano, habida cuenta de que existe otra, calcada de aquélla, que reza que "no debe juzgarse a los políticos/presidentes por sus actos de gobierno". A todos corresponde perseguirlos con todas las herramientas de que se dispone, para que rindan cuentas sobre cada detalle de lo oportunamente actuado.

Para la ciudadanía, ciertamente no es momento de temer a represalias, ni de amilanarse en medio del reclamo, que es justo en su orden y naturaleza. Después de todo, es indiscutible que son los magistrados argentinos quienes nos están matando, casi selectivamente. Autoerigidos en jueces y verdugos de hombres y mujeres de bien.


Por Matías E. Ruiz, Editor
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