INTERNACIONALES: POR ALBERTO BENEGAS LYNCH (H)

Financiación para la miseria

Una de las erogaciones compulsivas más suculentas de los contribuyentes y, al mismo tiempo, más inútiles y contraproducentes consiste en la muy mal llamada “ayuda externa”. Esta así denominada “ayuda” consiste en que bien remunerados burócratas internacionales -haciendo uso prepotente del fruto del trabajo ajeno- entregan sumas millonarias a gobiernos que, precisamente, se hacen acreedores de los dinero de terceros debido a sus políticas insensatas. Basadas éstas en trasnochados estatismos, causa de reiteradas fugas de capitales y de personas.

17 de Enero de 2012

Estos funcionarios internacionales que viajan siempre en primera clase, se hospedan en hoteles del máximo estrellato (donde a veces incursionen en llamativas aventuras sexuales, muchas veces también compulsivas) y nunca son revisados en las aduanas, llegan con carradas de dólares a devolver en plazos e intereses muchos más atractivos que los que ofrece el mercado y pontifican sobre presupuestos equilibrados a costa de exorbitantes aumentos impositivos y otras sandeces que dejan exhaustos a los esquilmados ciudadanos, en un clima de gobernantes corruptos que, merced a la financiación de marras, se enquistan en el poder.

Si se cortara el crédito proveniente de la succión de los bolsillos del prójimo para financiar a gobernantes inauditos, éstos se verán obligados a modificar sus políticas o dimitir y dejar paso a medidas que reemplacen el estatismo para dar cauce a las energías creativas de una sociedad abierta, con lo que se instalan posibilidades de obtener créditos privados sobre bases sólidas. Además, tal como lo vienen sugiriendo pensadores de fuste, habría que liquidar instituciones aberrantes como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y equivalentes, al efecto de liberar recursos esterilizados en faenas que amplían la rapiña y la pobreza.

La editorial de FAES en Madrid acaba de traducir y publicar un magnífico libro de Dambisa Moyo —nacida y criada en Zambia con un doctorado en economía en Oxford— titulado Cuando la ayuda es el problema. Con mucha razón la autora escribe en la primera línea de su Introducción que “Vivimos en la cultura de la ayuda donde aquellos que viven mejor suscriben, mental y financieramente, la idea de que dar limosna a la gente pobre es lo correcto” y no con recursos propios consistente con aquél dicho anglosajón de put your money where your mouth is sino coactivamente con los bienes detraídos a terceros. A fines del año pasado se coronó la contracara de esta filosofía con los saqueos a centros comerciales en distintas partes del mundo porque se ha trasmitido la atrabiliaria noción que el que necesita algo “tiene derecho a arrebatarlo de otro”.

Oficinas del Banco Mundial en WashingtonMoyo sostiene que “La cultura pop de la ayuda ha reafirmado estas ideas equivocadas. La ayuda se ha convertido en parte de la industria del entretenimiento. Las personalidades de los medios de comunicación, las estrellas de cine, las leyendas del rock abrazan la ayuda con entusiasmo, hacen proselitismo de su necesidad […] regañan a los gobiernos por no hacer lo bastante; y los gobiernos responden cualitativamente, temerosos de perder popularidad, desesperados por ganar el favor del público […] ¿Pero acaso el billón de dólares o más en ayuda al desarrollo entregado en las últimas décadas ha ayudado en algo a la gente en África? No. De hecho, los receptores de esta ayuda están peor, mucho peor […] Millones de africanos hoy son más pobres por culpa de la ayuda; la miseria y la pobreza no solo no han sido erradicadas, sino que han aumentado. La ayuda ha sido, y continúa siendo, un desastre económico, político y humanitario sin precedentes para la mayor parte del mundo en desarrollo”.

Esta autora apunta también que “Se compararán los países que han rechazado el camino de la ayuda y han prosperado, con otros que se han convertido en dependientes de la ayuda y se han visto atrapados en un círculo viciosos de corrupción, distorsión del mercado y aumento de la pobreza; de ahí la `necesidad` de más ayuda” que, concluye, es nociva tanto si es directamente otorgada de gobierno a gobierno (bilateral) como si es indirectamente realizada por parte de organismos internacionales (multilateral) pero como habitualmente “se conceden en términos muy favorables y a menudo se condonan, los responsables de las políticas de las economías pobres podrían llegar a considerarlos como más o menos equivalentes a donaciones” que reciben “incluso los déspotas más corruptos y venales” y, por el contrario, muestra ejemplos, sobre todo asiáticos, de “una reducción de la pobreza sin precedentes gracias a las políticas de libre mercado”.

Asimismo, Dambisa Moyo afirma que también “la dependencia de los recursos naturales ha demostrado ser una maldición para el desarrollo, más que una bendición” (tengamos presente que el continente africano es el que posee la mayor dotación de recursos naturales del planeta y, sin embargo, salvo Sudáfrica, se debate en la miseria más espantosa debido a la incapacidad de sus países de adoptar marcos institucionales civilizados).

Según esta pensadora, la continuidad de los organismos internacionales que otorgan las antedichas entregas a manos llenas es debido a los intereses creados de mantener (y acrecentar) los jugosos sueldos de sus miles de funcionarios: “Viven de la ayuda, de la misma forma que los funcionarios que la reciben. Para la mayoría de las organizaciones para el desarrollo, el éxito de los préstamos se mide casi en su totalidad por el tamaño de la cartera de préstamos del donante y no por cuánta ayuda acaba empleándose en el objetivo al que supuestamente estaba dirigida. Como consecuencia de ello, los incentivos de las organizaciones para el desarrollo perpetúan la espiral de conceder préstamos incluso a los países más corruptos […] Cualquier cantidad no desembolsada aumenta la posibilidad de que sus siguientes programas de ayuda se recorten drásticamente. Con el colorarlo añadido, claro está, de que la propia posición de la organización se pone en peligro”.

En esta obra, la distinguida intelectual comentada agrega sus quejas a las de otros académicos sobresalientes que vienen insistiendo en idéntica tesis, tales como Peter Bauer (a quien, dicho sea de paso, está dedicado el libro de Moyo), Anna Schwartz, Melvin Karauss, Karl Brunner, James Bovard y tantos otros. No coincido con todos los puntos planteados por la autora que hemos considerado en esta nota, del mismo modo que no se coincide plenamente con ningún escrito, ni siquiera con algunas de las cosas que uno mismo ha consignado que, vistas luego de transcurrido cierto tiempo, pensamos que podríamos haber escrito mejor. Todos los humanos tenemos grises, el asunto consiste en juzgar por el balance neto y, en el caso del libro de Dambisa Moyo, consideramos que el lado positivo excede con creces el lado oscuro de su presentación.

A esta altura de los acontecimientos es menester hacer un alto en el camino y abandonar lo que en última instancia significa la financiación de la miseria y retomar la cordura al efecto de establecer marcos institucionales respetuosos de los derechos de propiedad como camino al progreso de todos, muy especialmente de los más necesitados. Para revertir la actual situación, es necesario que cada uno (todos los partidarios de la libertad) contribuya a esclarecer el sentido de la sociedad abierta. Tomemos como ejemplo desde el lado del totalitarismo las reflexiones de Antonio Gramsci en su proclama de 1917: “La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes […] Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obsesivamente, pero nadie o muy pocos se preguntan si yo hubieran cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi  voluntad, mis ideas, ¿habría ocurrido lo que pasó? […] Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por como ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y, sobre todo, por lo que no ha hecho”.

Por Alberto Benegas Lynch (h) - Publicado en web The Cato Institute